…y de la libertad del Rafita, y de los regates procesales de Miguel Carcaño, y de los paseos de Bolinaga, y de la excarcelación de tantos criminales que salieron de prisión sin mostrar ni un atisbo de arrepentimiento. Hasta de la legislación que mantuvo ¡tres años! a Farruquito en la cárcel me siento responsable ahora.
Cuando Inés del Río, Troitiño, Kubati y demás terroristas salgan por las puertas de la prisión, cosa que sucederá más pronto que tarde, lo harán con la escandalosa pero tácita complicidad de la sociedad española, entre cuyos miembros me cuento.
Sí, hemos sido NOSOTROS -yo, tú… de todo menos “él, vosotros o ellos”- quienes les hemos liberado antes del tiempo que el sentido común impone. No echemos balones fuera. Hemos fabricado, con nuestro silencio temprano y nuestra protesta tardía, una bomba de relojería que ahora nos estalla en las narices.
Pero esta vez no ha sido culpa de ETA. Esta vez ETA ha actuado conforme tantas veces le hemos exigido. Se ha sometido a la legalidad. O sea, a NUESTRA LEGALIDAD. Se ha sometido a las normas. O sea, a NUESTRAS normas. Y ha ganado. Aunque algunos traten de descargar la ira sobre gente como Alberto Garzón, el diputado de IU que ha celebrado la sentencia, la realidad esconde una evidencia aún más indignante: somos culpables por acción u omisión.
Es la reflexión que me viene a la cabeza mientras escucho el gimoteo algo cocodrilesco, mientras comentan la sentencia, de los ministros de Justicia e Interior. Nos hemos hecho trampas al solitario. Seamos sinceros. Durante muchos años, demasiados, hemos creído que no había terrorista capaz de aguantar veinte años en prisión sin arrepentirse, sin purgar sus crímenes, sin pedir perdón a sus víctimas y a la sociedad. Hemos consentido que los partidos políticos aprueben una legislación garantista, escudados en los excesos de la dictadura. Confundimos la “democracia” con la “blandenguería”. No sucede así en Francia, Alemania, Bélgica, Reino Unido, como se puede leer aquí.
Tal prejuicio sólo ponía en evidencia la supina ingenuidad de nuestra joven infantil democracia. Equiparar un crimen común a otro terrorista denota una ignorancia absoluta de los riesgos que comporta la excarcelación de aquél que los comete. ¿Acaso lo ignorábamos? Pues ahora ya lo sabemos. Pero, ¡ay!, nos hemos enterado demasiado tarde.
Las víctimas no lo merecían. Ahora estamos -todavía más- en deuda con ellas.
El criminal merece reintegrarse a la sociedad… si realmente quiere. Ha habido etarras que han colaborado con la justicia y han pedido perdón a sus víctimas. A ellos no se les puede tratar con la misma dureza que merece aquel que prometió, en el mismo juicio, meterle “cuatro tiros” y “arrancarle la piel a tiras” al magistrado que presidía el tribunal que le juzgaba.
Aunque nos cueste admitirlo, hay terroristas que, veinte años después de perpetrar sus crímenes, siguen sintiéndose orgullosos de lo que hicieron. Es más, se consideran héroes a sí mismos por haber llevado a término sus crímenes. Y no faltarán familiares, simpatizantes e incluso partidos políticos que así lo reconozcan.
¿Por qué hemos sido tan estúpidos? ¿Por qué hemos tardado tanto en percatarnos de ello?