Puede ser el sueño del empresario, pero amenaza con convertirse en la pesadilla del trabajador. El auge de las compañías y aplicaciones de Internet que ponen en contacto a trabajadores con clientes (Uber para coches con conductor, Deliveroo para entregas a domicilio con repartidores en bici, Taskrabit o Cronoshare para tareas que van desde escribir un guion hasta desarrollar un software) está provocando que millones de personas hayan perdido la condición de empleados, y con ello el derecho a tener vacaciones o bajas por enfermedad pagadas, conseguir un crédito o planificar las finanzas del hogar.
Es la pujante economía del bolo o de la chapuza, de la que ya viven en Estados Unidos cuatro millones de personas más que hace una década. Se la llama gig economy, un término anglosajón que tiene su origen en los conciertos (gigs) de los músicos de jazz en Estados Unidos.
Los trabajos esporádicos y puntuales, que antes parecían reservados a músicos, cantantes o pintores de brocha gorda, ahora se convierten cada vez más en el modus vivendi de ingenieros, arquitectos, periodistas o abogados. En el camino, la sociedad consigue servicios más baratos, que a su vez son consumidos por personas con ingresos cada vez más bajos.
El negocio suculento es para el intermediario, ya sea una empresa de trabajo temporal o el dueño de una aplicación informática, que se lleva una comisión. Las compañías que reclaman los servicios, por su parte, normalmente se ahorran costes. Al mismo tiempo, la economía se dinamiza y se da salida a una masa laboral en paro.
La proliferación de los freelance
El responsable de una agrupación de trabajadores autónomos de España contaba recientemente cómo antes su asociación era, sobre todo, para farmacéuticos, dueños de bar o tenderos, pero que cada vez más dan la bienvenida a ingenieros, arquitectos o abogados. Si las empresas contratan menos y pagan peor, decía, al final es más rentable montárselo uno mismo, y vivir de realizar proyectos, aunque no haya continuidad garantizada. Son nuevos freelance que hace una década habrían trabajado como empleados fjos de alguna firma.
En España aún no hay datos oficiales sobre cuánto aumenta este tipo de empleo. En Estados Unidos, el Buró de Estadísticas Laborales (BLS) considera que el fenómeno está creciendo rápidamente. Estima que los trabajadores de la gig economy han aumentado en casi cuatro millones en la década que va de 2003 a 2013. Y ocupan todo el espectro laboral: un incremento de 800.000 en el sector administrativo, 600.000 en los servicios técnicos, profesionales o científicos, 400.000 en el sector de la salud, 200.000 en el sector del transporte…
Los sectores más dados a esta nueva ola son seis, según el BLS:
- Informática: diseñadores web, desarrolladores de software o programadores, que suelen ser contratados para proyectos concretos, como crear una página web para un negocio o un nuevo tipo de software.
- Arte y diseño: músicos, diseñadores gráficos o artesanos que se emplean en la adaptación de productos.
- Construcción y extracción de recursos: carpinteros, pintores y obreros.
- Medios y comunicación: escritores técnicos, intérpretes y traductores y fotógrafos.
- Transporte y mudanzas: las aplicaciones de coches con chófer o compras bajo demanda que son entregadas a domicilio.
Ventajas e inconvenientes de un modelo impuesto por la crisis e internet
La economía del bolo tiene mucho más impacto y cobertura en los medios anglosajones que en los españoles. El diario progresista The Guardian dedica una subsección a tratar de este asunto. “Los trabajadores tienen menos derechos en la gig economy”, “Los transportistas en bici de Deliveroo preparan acciones legales en defensa de sus derechos laborales”, “el presidente de Uber deja la firma afirmando que es incompatible con sus valores”, son solo algunos de los titulares. En otro, se habla del riesgo de agotamiento entre los slashies, una palabra vulgar que se usa para aquellos que no asumen que su trabajo real no coincide con su profesión soñada, ya sean actores que se emplean como camareros, escritores que se dedican a labores de limpieza o cantantes que, en realidad, están empleadas como secretarias.
Algunos de los empleados en esta nueva economía pueden hacerlo por la libertad laboral que les permite, sobre todo para los que se dedican a las clásicas ‘profesiones liberales’. Si son buenos y saben venderse, pueden sobrarles los encargos y permitirse el lujo de elegir unos y rechazar otros.
Otra ventaja es que se puede aprovechar el tiempo libre para tareas concretas lucrativas, como conducir un coche durante unas horas con Uber. Se pueden ir de vacaciones cuando lo deseen, eso sí, pagadas de su bolsillo. Suelen tener trabajos más variados que quien se pasa décadas en la misma empresa.
Pero viven en una angustia casi permanente. Es enormemente difícil planificar el futuro financiero, o conseguir un préstamo. En España, pueden protegerse pagando seguros de autónomos por enfermedad o desempleo, pero estos últimos suelen ser bastante complicados de conseguir, porque son gestionados por mutuas privadas.
Para las empresas también hay dos caras. Han empezado a usar de forma sistemática de estos servicios sobre todo tras verse obligadas a despedir trabajadores durante una crisis pertinaz. Han necesitado contratar externos, lo que no siempre es favorable a sus intereses a medio o largo plazo. Pero han ahorrado costes, y gracias a los marketplaces o mercados de empleados, pueden conocer la reputación y eficiencia de los trabajadores, incluso de forma cuantitativa.
La gig economy es parte de una tendencia más general hacia la precarización del empleo que parece imparable en el mundo occidental, y que tiene mil caras: desde las decenas de miles de vendedoras de las empresas multinivel como Thermomix o Mary Kay, un auténtico ejército comercial por el que las empresas no cotizan, hasta la pujante figura del ‘falso autónomo’, el trabajador a tiempo completo de una empresa que debería estar con un contrato de trabajo. Son los nuevos tiempos, la nueva economía: la economía del bolo.