Estando atrapado en el ascensor esta mañana, hablaba a través de la trampilla de emergencia con Alfredo, el «ingeniero» de ascensores. Fred es mexicano, lleva viviendo en Chicago desde los años 70 y se esfuerza por encontrar esas últimas palabras en castellano que aún guarda en algún rincón, pero que ya raramente usa. Quizá para hacerme sentir más cómodo en esta extraña situación. Me pregunta si me dirijo al aeropuerto o si alguien está esperándome en algún lugar. Es en este momento cuando pienso en mi billete de vuelta a casa por Navidad y le digo que no, solo me espera mi jefe y seguro que lo entiende. ¿Y tú, Fred? ¿Vuelves a casa por Navidad? Tras un largo silencio, dudo si por lo incómodo de mi pregunta o porque Fred duda si cortar el cable rojo o el azul, me contesta que en su México ya no queda nadie y que allí él no vuelve ni de vacaciones.
Fred cruzó la frontera como tantos otros cuando solo era un adolescente, fue de trabajo en trabajo hasta que después de muchos años dejando parte de su sueldo en abogados consiguió regularizar su situación y conseguir un buen puesto, con el que ha podido pagar el «rescate» necesario para liberar a su familia de la delincuencia, las mafias y una vida miserable y traerlos consigo. ¿Y por qué Chicago?, pregunto. -Ay amigo, en Chicago nadie «anda después de ti», una mala traducción de perseguir, que me dejó pensando segundos antes de que la trampilla se cerrara sobre mí y Fred me devolviera de vuelta al mundo.
Una «Ciudad Santuario», o aquellas ciudades donde «no andan después de ti», son una suerte de oasis de las leyes federales sobre inmigración, donde los alcaldes se comprometen de jure o de facto, a no reportar a todos aquellos inmigrantes ilegales a las autoridades federales por el mero hecho de estar indocumentado y que incluso prohíben a empleados municipales o fuerzas de seguridad, preguntar acerca del estatus migratorio de un individuo.
¿Santuario con casi 700 homicidios?
Esta especie de caballeros de la mesa redonda en su lucha contra las deportaciones de ilegales tiene a su particular Rey Arturo, encarnado en la figura de Rham Emmanuel, alcalde de Chicago, quien tiene el cuajo de afirmar ante las cámaras lo siguiente: «Solo para dejarlo claro, la ciudad de Chicago siempre será un Santuario» lo cual resulta paradójico en una ciudad en la que se han producido 685 homicidios (el doble que Nueva York y Los Ángeles juntos) y más de 3.900 heridos en tiroteos en los últimos 11 meses.
Como en la mítica película de Clint Eastwood, en este caso, la solidaridad, y no la muerte, es lo que tenía un precio. En San Francisco, por ejemplo, son mil millones de dólares la cifra que dejaría de ingresar la ciudad si Trump confirma su amenaza y corta los fondos federales a las ciudades que se enfrenten a sus políticas migratorias. ¿Mantendrán éstas sus principios cuando el dinero esté en juego? ¿Pospondrán el progreso de sus barrios y sus escuelas con tal de ser el estandarte de la tolerancia o quizá optaran por el «America first» del nuevo presidente? ¿Estarían a favor los propios inmigrantes ya naturalizados de renunciar a una beca escolar para sus niños con tal de mantener su conciencia tranquila?
Son muchos los dilemas morales que se esconden detrás de este chantaje al que la futura administración Trump va a someter a algunas de las ciudades más importantes del país, las cuales tienen multitud de problemas y proyectos necesitados de financiación, en algunos casos causados en cierta media por la propia inmigración.
Una nación fundada por inmigrantes
Dejando aparte los casos particulares y contemplado esta situación desde unos cuantos miles de kilómetros de altura, es evidente que el fundamento constitucional de cualquier país lo constituye la delimitación de sus fronteras. Lo que está dentro y lo que está fuera de la línea que lo contiene es lo que lo hace único, y por lo tanto debe ser preservada y protegida. Pero los países son mucho más que el territorio físico que delimitan, son su historia, son sus costumbres y los valores que lo fundaron. Es precisamente Estados Unidos un país fundado por inmigrantes que supieron hacer suya una tierra diferente a dónde nacieron y dónde pelearon por hacerse hueco, además de ser solidarios con quienes llegaron a probar suerte.
Es por ello que «America first» no debería ser un eslogan bajo el cual aglutinar medidas divisivas, racistas o nacionalistas sino una idea bajo la cual el progreso individual de cada una de las personas contenidas en el espacio que delimita dicha línea, signifique el progreso que verdaderamente haga a América grande otra vez, si es que algún día dejo de serlo.