Estados Unidos es la referencia de la política. Millones de dólares gastados en publicidad electoral, candidatos que recorren sus estados y sus distritos de punta a punta, un sistema electoral que castiga al partido y premia el buen hacer del candidato… Con un esquema tan sofisticado, la comunicación política se ha elevado al rango de ciencia por derecho propio, y son cientos los consultores que viven exclusivamente de un negocio que no acaba de funcionar en Europa. Y, sin embargo, la racionalidad con la que se estudia al votante no siempre ayuda a encontrar respuestas del todo convincentes para explicar un comportamiento electoral que no deja de sorprender.
Quizá esto se plantee hoy un Barack Obama al que ni los números ni la estrategia le han salido, y que ha sido el gran perdedor de las elecciones legislativas celebradas ayer, en las que el Partido Republicano amplió su mayoría en la Cámara de Representantes y reconquistó el Senado. Porque eso han sido estos comicios: un plebiscito en toda regla a la presidencia de un Obama cuya aprobación va en caída libre.
¿Cómo es posible que habiendo reducido el desempleo del 9,8 al 5,9 la gente no haya votado demócrata? Después de todo, por encima de ideologías, acudir al trabajo todos los días es la principal motivación de todo ciudadano. O eso dicen los manuales. El de Obama ha sido un logro importante, más teniendo en cuenta que América ha salido de la peor recesión desde el crack del 29. De hecho, la tasa de paro actual en la práctica se considera pleno en un país como Estados Unidos.
Quizá haya menos americanos en paro, pero hay una mayoría que ya no vive tan bien como hace diez años. Y eso pesa a la hora de acudir a las urnas. Y sus políticas ecológicas gozan de mayor respaldo en otras latitudes, sobre todo cuando los recientes hallazgos de petróleo y la viabilidad de nuevas técnicas de extracción como el fracking han puesto a Estados Unidos a la cabeza mundial de la producción energética. Posición que se consolidaría de aprobarse el polémico oleoducto Keystone, que desde Canadá transportaría un destacable torrente energético a muchos estados americanos, abaratando la factura de la luz del consumidor y creando empleos clave en estados donde el sector servicios está menos desarrollado.
Asimismo, la gestión de la crisis del ébola le ha costado al presidente numerosas críticas durante el último mes y medio, periodo clave para un votante a quien no le interesa la política en general y que sólo en las semanas antes de las elecciones comienza a prestar atención a las campañas (en el mejor de los casos). También la polémica aprobación de una reforma sanitaria que, por increíble que parezca, no gusta a muchos.
En lo social, su progresismo en cuestiones como el matrimonio entre personas del mismo sexo también ha sido objeto de amplio debate. Y el fracaso a la hora de aprobar una reforma migratoria que permita salir de las sombras a 11 millones de indocumentados ha disgustado profundamente a los hispanos, que hubieran sido los mayores beneficiarios de dicha medida.
Su relación con el Congreso también ha hecho mella en su Administración. Las batallas del Capitolio en Washington, como el abismo fiscal o la paralización del gobierno federal durante un periodo escandalosamente largo, han puesto en jaque esa capacidad de liderazgo político que se espera de la figura presidencial, de “controlar” al poder legislativo. Empuje político que también se vio mermado tras fallar en implantar mayores controles al acceso y uso de las armas, una meta que parecía más alcanzable tras las horribles matanzas en 2012 de Newtown (Connecticut) y Aurora (Colorado).
A todas estas variables en clave nacional se suma una gestión en el exterior que tampoco ha convencido a muchos americanos; las reticencias de Obama a entrar en Siria, la desastrosa gestión de Irak –que ha posibilitado que el Estado Islámico avanzara a sus anchas desde el oeste, hasta que llegaron (tarde) los aviones americanos-, el pulso “indirecto” que Putin le echó con el tema de Snowden y otras cuestiones le han presentado como un presidente débil. ¿Cómo puede ser posible esta situación, después de que capturara y acabara con Bin Laden, una clara demostración de fuerza?, puede preguntarse también Obama.
En América, como en el resto del mundo, “perception is reality”. No importa cómo son las cosas, sino cómo las percibe el votante, y claramente Obama ha fallado a la hora de trasladar a los americanos una agenda y un programa que, al igual que el de Lincoln (a quien el presidente tanto admira), pudiera suponer un verdadero revulsivo para América. A esto ha contribuido también una hábil campaña republicana, y una estrategia de financiación multimillonaria por parte de los hermanos Koch que ha barrido las ondas televisivas de los estados clave en los que se ha dirimido la batalla por el Senado. Resulta sorprendente que con un programa de comunicación técnicamente tan bien diseñado, y con un excelente comunicador como Obama lo es, no haya sido capaz de hacer llegar a los americanos su mensaje en sus propios términos.
Pero poco importan ya estas consideraciones en un país tan práctico como Estados Unidos, en donde para muchos Obama forma parte ya del pasado. En adelante, con un Congreso en manos republicanas, poco podrá hacer, más allá de vetar la legislación que emane de ambas cámaras y de aprobar órdenes ejecutivas. ¿Pero por cuánto tiempo se puede ceder al clamor de los congresistas, que con razón expondrán que bloqueándoles coarta el poder del pueblo?
Hoy comienza una nueva contienda electoral, la lucha por la presidencia en 2016. Una refriega política que tendrá protagonistas republicanos como Rand Paul, Paul Ryan, Marco Rubio o Chris Christie. Y, por el lado de los demócratas, a aquella que más gana con el descalabro de Obama: Hillary Clinton. Con un Obama políticamente muy débil, la ex primera dama y ex Secretaria de Estado tiene vía libre para pasar del segundo plano a las portadas de los medios.
Sin embargo, al igual que en 2008, su camino hacia la Casa Blanca no será una alfombra de rosas, y para evitar los errores del pasado tendrá que maniobrar con gran astucia. Esta vez tendrá que armar una campaña sólida, que no haga aguas, como sucedió hace seis años. Y en términos de posicionamiento, deberá recordar cómo en aquella ocasión se vio superada por un candidato joven y desconocido que se presentaba como la alternativa a ese establishment que tan bien manejan los Clinton y que tanto desprecia el ala más a la izquierda del partido.
Ahora la principal amenaza para Hillary es la creciente popularidad de Elizabeth Warren, la senadora demócrata por Massachusetts que se ha erigido en referente anti-Wall Street y en ese populismo que mueve a la facción más progresista del Partido Demócrata. Peligro al que además se suma su edad; con 69 años, sería la segunda persona más mayor que accede al máximo cargo (después de Reagan). Presumiblemente Clinton no tendrá el mismo empuje de hace seis años, variable importante en un país en el que una carrera presidencial requiere de gran fuerza física y trabajo electoral.
Una cosa está clara; Clinton no pedirá ayuda a un Obama con el cual pocos demócratas han querido fotografiarse durante estas elecciones. Se apagan la estrella y el yes, we can de aquel presidente que ilusionó a la opinión pública americana con el comienzo de una nueva era. Comienza la carrera electoral de 2016, en la que, una vez más, Hillary parte en cabeza.