En 1988, 59 niños de un barrio pobre de Baltimore recibieron la oportunidad de cambiar sus vidas. Dos empresarios adinerados se comprometieron a financiar su educación, incluida una carrera universitaria. Veinte años después, el diario The Washington Post analiza el destino de aquellos niños de 11 años, algunos convertidos en hombres de provecho, y otros no tanto.
Uno se convirtió doctor, otro en celador e incluso hubo alguno que se convirtió en político. Aunque hubo un par cuyo destino no corrió tanta suerte, una de las jóvenes se suicidó y otro, a pesar de la oportunidad que le dieron, ha acabado traficando con drogas.
Uno de los chicos Jeffrey Norris, que con 8 años vio cómo mataban de un paliza a su tío con un bate de béisbol. El joven se propuso no correr la misma suerte. Hoy, orgulloso de pertenecer al privilegiado grupo de alumnos que recibió educación gratuita, es director de musicales en una iglesia y barbero, un sueño que sin la ayuda desinteresada de los dos multimillonarios nunca podía haber alcanzado. Su historia contrasta con la de su excompañero Dontrell Harrisson, hace veinte años un alumno ejemplar y muy amigable, que en 2006 mató a su padre.
Historias que divergen y que tienen un mismo origen: una aportación desinteresada para ayudarles a tener una vida mejor. Este tipo de iniciativas, muy comunes en Estados Unidos, son para muchos niños de barrios desfavorecidos un halo de esperanza en sus vidas que, de otra forma estarían marcadas por las drogas y la delincuencia.