Antes de valorar otras consideraciones, es importante reparar en los objetivos sobre los que se construyó esta organización internacional cuyos principios fundamentales se basaron en el avance de la paz y la reconciliación, la democracia, y los derechos humanos en Europa.
Es indudable el gran esfuerzo realizado, tanto por los Estados fundadores (Francia, RF Alemana, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo) que trabajaron en la ardua y compleja labor de reconstrucción a todos los niveles, tras la Segunda Guerra Mundial, como por el resto de Estados miembros que fueron adhiriéndose después a esta organización supranacional, formada en la actualidad por 28 países europeos soberanos independientes.
Con el Tratado de Lisboa los Estados firmantes se comprometen a garantizar las libertades y los principios enunciados en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, cuyas disposiciones son jurídicamente vinculantes. Se aspira con ello al reforzamiento de unos objetivos comunes, articulándose mediante el Tribunal de Justicia Europeo, para la correcta aplicación de los derechos fundamentales, mediante un proceso que garantice la legitimidad, eficacia, transparencia y democracia dentro del espacio común europeo y con principios basados en la libertad, seguridad y justicia.
Irlanda, Reino Unido y Dinamarca prorrogaron ciertas disposiciones del Tratado. En algunas cuestiones concretas mostraron sus reservas. Aspectos referentes a la justicia, libertad y seguridad, sobre los que prefirieron mantener sus propias normativas nacionales.
Lo cierto es que la actual situación económica y política, tan precaria como inestable, por la que atraviesa Europa y otros muchos países de fuera del continente, lleva tiempo quebrando y mermando muchos de aquellos principios sobre los que se quiso proyectar una organización que algunos imaginaron como los nuevos Estados Unidos de Europa.
A la crisis económica y política que existe internamente en muchos países europeos, hay que sumar también una no menos importante crisis institucional y de confianza sobre las propias bases y estructura organizativa de la Unión Europea.
Muchos de los asuntos que juegan en contra de propia estabilidad europea son los mismos causantes que llevan a algunos países a plantearse su posible salida de la Unión. Tal y como escribí hace unas semanas, en un artículo titulado: ¿Hacia dónde se encamina la Unión Europea?, es probable que en el Reino Unido haya calado también la desconfianza por algunas de estas razones: «…Un conglomerado de países con intereses, en ocasiones, demasiado contrapuestos. Falta de criterios de unidad real en temas clave como la seguridad, la justicia o la economía…»
También aseguré entonces que, «urgía reforzar los criterios unificadores de política fiscal, justicia y defensa, muy necesarios en un mundo tan globalizado en el que, además, existen muchas amenazas externas (véase el terrorismo fundamentalista) a una organización supranacional que fue creada, precisamente, con el objetivo de intentar afianzar las democracias, las libertades y el respeto de los derechos humanos…»
Ahora bien, aún reafirmando lo anterior, estoy firmemente convencido de que hay más razones de peso para la permanencia en la Unión Europea del Reino Unido o de cualquier otro Estado miembro, que razones que justifiquen o compensen una posible salida de la Unión de aquellos países.
Entre esas razones apuntaría a las que suelen indicarse en sentido opuesto por los partidarios del Brexit. El incesante incremento de la inmigración, o el terrorismo internacional, por poner dos de los temas candentes. Ante estos asuntos ciertamente preocupantes, no creo que pudiera existir un escenario peor que el de tener que combatirlos sin medios o ayuda internacional. Por muy buena organización y seguridad internas con las que cuente un país, si permaneciera aislado a nivel supranacional o dando la espalda a los acuerdos internacionales sobre seguridad u otras cuestiones relevantes, sin duda, ese país, sería mucho más vulnerable.
Por último, habría otro tipo de razón en orden a los compromisos adquiridos, dentro del plano más contractual u obligacional y cuyo cumplimiento también se debería reclamar de cualquier Estado miembro que quisiera abandonar la Unión Europea, en este caso del Reino Unido.
Es cierto que el propio Tratado de Lisboa habilita para el supuesto de que uno de los países miembros quiera abandonar la U.E. Así lo establece el artículo 50 del Tratado, prescribiendo en su primer apartado que «todo Estado miembro podrá decidir, de conformidad con sus normas constitucionales, retirarse de la Unión.»
También es cierto que el Reino Unido, no ha firmado todas las disposiciones del Tratado y que, por tanto, no ha asumido el total de los compromisos que sí han ratificado otros Estados miembro.
Pero, por encima de estas cuestiones, sin entrar a valorar ahora el resto de obligaciones jurídicas por las que podría exigirse responsabilidades a U.K. por retirarse de la U.E., sí parece poco ético y estético el hecho de permanecer en cualquier organización cuando las cosas marchan bien y querer salir de la misma cuando aparecen problemas.