Los datos no dan lugar a debate, las cifras son claras y suficientes para tumbar los argumentos de las voces que se alzan hablando de denuncias falsas por violencia de género. La Fiscalía General ha presentado en 2017 una memoria, donde expone una panorámica de los delitos cometidos el año pasado en España. Según estos datos, no se probó ninguna denuncia falsa por violencia de género. En los últimos 8 años solo han podido probarse 79 casos de falsa denuncia de los 1.055.912 casos de agresiones machistas. Esto representa el 0,0075 %.
Por su parte, el Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género del Poder Judicial propuso en 2016 una reforma legal para que se pueda acordar la libertad vigilada de los supuestos agresores desde el momento en el que una mujer denuncia. Además de ser cuando más riesgo presenta la víctima, algunos de los casos en los que se abre proceso por falso testimonio, resultan ser contra mujeres que dicen no haber sido maltratadas a pesar de que los agentes hayan presenciado la agresión. El observatorio apuntaba a que incluso mienten para proteger al agresor.
El machismo, que sobrevive en un sistema de desigualdad impuesta que le da ventaja en el reparto de roles, espacios, funciones y derechos, no ha tenido más remedio que inventar nuevas estrategias para conservar su privilegiada posición. Es así como ha empezado a cuestionarse la violencia de género. El problema llega cuando enfrentamos esta trampa a los datos que la tumban.
Lo más preocupante es la utilización de cifras manipuladas que elevan las falsas denuncias al 80%. Para ello, basta con sumar al porcentaje real las sentencias no condenatorias, los sobresimientos, la retirada de denuncias de mujeres que temen ser atacadas, las negativas a declaras y cualquier juicio que no haya terminado con una condena. Fue la propia Fiscalía General la que declaró en 2012 que la “no denuncia” o la “no condena” en ningún caso equivalen a una denuncia falsa. La realidad es que estas no alcanzan el 1%, y en años como el pasado, ni siquiera existen.
Este mito sin argumentos no es más que un último intento de desvirtuar la realidad de la violencia de género, tan necesaria para perpetuar un sistema de privilegios que ya ha sido revelado como una anormalidad cuyo fin es inevitable. Sin excusas.