Francisco de Orellana es uno de los conquistadores españoles a los que peor ha tratado la historia, dada la poca notoriedad de su nombre en relación a sus abundantes méritos. Natural de Trujillo como Francisco Pizarro, de quien Orellana era primo lejano, el joven aventurero cruza el Atlántico con sólo 16 años, quizás menos, pues la primera mención a su nombre se recoge en las campañas de Nicaragua allá por 1527. En 1533 Orellana desembarca en Perú y allí pasa a servir a su pariente tanto en la crucial batalla de Cajamarca como en el asedio de Cuzco y la posterior batalla de las Salinas, frente a la facción de Diego de Almagro. Orellana permanece fiel a su primo en la guerra civil entre conquistadores y por su servicio, recibe el gobierno de la Culata, en Ecuador, donde fundará también la ciudad de Guayaquil. Hombre honesto y generoso, a Orellana aún le recuerdan como uno de los conquistadores que menos manchó su espada de rojo.
Una década después de su llegada a las Indias, Francisco de Orellana había cumplido el sueño de muchos de sus compatriotas. Había combatido contra los indios y derrotado a un imperio, tenía su propia provincia en la que gobernar y había fundado una ciudad portuaria que habría de convertirse en la más grande y próspera del país. De algún modo, se había ganado el descanso y la riqueza para el resto de sus días. Sin embargo, cuando Gonzalo Pizarro organizó una expedición tierra adentro para encontrar una región rica en oro y en canela, Orellana se sumó sin dudarlo.
La búsqueda del ‘Dorado’ fue una constante entre los exploradores españoles, que oían de los indios historias fabulosas sobre territorios donde los hombres iban vestidos de polvo de oro y adornados hasta la saciedad de aquel metal, lo que encendía su imaginación hasta dejarlos trastornados. La búsqueda de la canela quizás pueda resultar más sorprendente pero en aquellos años las especias como la canela o la pimienta constituía un mercado de auténtico lujo y dada su escasez y la dificultad de su obtención, alcanzaban valores similares al de los metales preciosos.
Tras partir con algunas semanas de diferencia, Gonzalo de Pizarro y Francisco de Orellana se encontraron en el Valle del Zumaco en febrero de 1541. Pizarro contaba con 200 españoles y 4.000 indios, además de un centenar de caballos y víveres abundantes, mientras que Orellana aportaba otros veinte hombres, si bien exhaustos y famélicos tras las penalidades del viaje. A su compañero no le había ido mucho mejor. Un centenar de indios habían muerto de frío en el ascenso de los pasos montañosos, mientras que el resto de la expedición se encontraba bastante desalentada por la dureza del camino y la inexistencia del más mínimo atisbo de oro o de canela.
Reunidos los dos grupos, Pizarro y Orellana siguieron en su desesperada búsqueda, mientras el paisaje cambiaba de la gélida montaña al lodazal de los valles, para dejar paso después a una espesa jungla repleta de peligros. Perdidos en aquel bosque, el más frondoso del planeta, los españoles veían su marcha retardada por múltiples penalidades mientras la humedad oxidaba las armaduras y pudría los alimentos. Las picaduras de los mosquitos y las fiebres tropicales diezmaron a la expedición hasta dejar no más de ciento sesenta hombres y apenas un millar de indios. Como la selva parecía inabarcable y los víveres empezaban a escasear, Pizarro y Orellana decidieron construir un barco para tratar de encontrar desde el río zonas más propicias donde abastecerse.
La construcción del bergantín en medio de la selva fue una proeza que el cura Carvajal, testigo y cronista de esta aventura describe como sigue: “Y allí el capitán Orellana, visto esto, anduvo por todo el real buscando hierro para clavos y echando a cada uno la madera que había de traer, y desta manera y con el trabajo de todos se hizo el dicho barco”. Pizarro y Orellana decidieron que sería este último quien se embarcaría en busca de provisiones mientras Pizarro esperaba con el resto de los hombres su llegada. Nunca más volverían a verse. Pizarro regresó a Quito con ochenta supervivientes mientras que Orellana se adentraba en el río Coca con cerca de sesenta, los más enfermos y débiles.
La travesía río abajo no mejoró en nada las perspectivas de los españoles. Durante largos días no vieron la oportunidad de poner el pie en tierra ni nada sólido que llevarse a la boca, de modo que la tripulación llegó a un grado de desesperación tal que optó por comerse los cordones, los cinturones y las botas de cuero. Por fin, en los primeros días de enero de 1542 encontraron un poblado amistoso que les dio cobijo y comida. Se trataba de la aldea de Aparia, un oasis en medio de la jungla donde pudieron reponer fuerzas. De acuerdo con su misión original, Orellana debía de haber hecho acopio de provisiones y remontado el río para ir al socorro de Pizarro pero en aquella tesitura y después de las penalidades pasadas, tanto él como sus hombres se mostraron más partidarios de finalizar la aventura y ver a dónde les llevaba aquel caudaloso río.
Resueltos a proseguir su aventura, los hombres de Orellana construyeron un segundo barco para repartir cargas y se lanzaron al río en los primeros días del mes de febrero. Fue el día 12 de aquel mismo mes cuando ambas embarcaciones entraron en un nuevo río, “tan inmenso que más bien parecía el mar”. Sin saberlo, navegaban por el Amazonas. La travesía habría de durar siete meses llenos de peligros pero también de experiencias indescriptibles. Fueron atacados por tribus hostiles, como los jíbaros, los omaguas y los aucas, vieron animales y aves exóticas de tan vivos colores que parecían pintados y una vegetación tan exuberante que parecía desparramarse sobre el agua.
Sin embargo lo que más les impresionó fue el ataque de las amazonas, mujeres guerreras que el padre Carvajal describe como rubias y de largos y poderosos miembros, situadas a la vanguardia de un ataque como si lo capitaneasen. “Estas mujeres son muy blancas y altas, y tienen muy largo el cabello y entrenzado y revuelto a la cabeza y son muy membrudas y andan desnudas en cuero, tapadas sus vergüenzas, con sus arcos y flechas en las manos haciendo tanta guerra como diez indios, y en verdad que hubo mujer destas que metió un palmo de flecha por unos de los bergantines y otras qué menos, que parecían nuestros bergantines puerco espín”, escribía el padre.
Aquel sorprendente ataque, que tuvo lugar el 24 de junio de 1542, casi al final de la aventura, terminó por ponerle nombre al río, que se conocería como el Amazonas, por ser este el nombre que las leyendas griegas daban a las mujeres guerreras. Tras muchas penurias, el 24 de agosto llegaron Orellana y sus hombres a mar abierto. Habían navegado más de 6.000 kilómetros, casi la totalidad del Amazonas, en siete meses de travesía.
Orellana regresaría a España al año siguiente para contar su increíble historia. Había descubierto extensos y desconocidos lugares y toda una cuenca fluvial de siete millones de kilómetros que abarcaba países como Perú, Venezuela, Brasil, Colombia, Ecuador o Bolivia y el conquistador quería tomar posesión de ellos y gobernarlos. Tras una larga y tediosa negociación, Orellana logró las capitulaciones el 13 de Febrero de 1544 donde era nombrado gobernador de Nueva Andalucía, lo que implicaba un dominio sobre parte de la costa Atlántica y ambas márgenes del gran río. Ansioso por gobernar sus nuevos dominios, Orellana formará una precaria expedición pagada de su bolsillo para partir de nuevo al Amazonas. Orellana quiso repetir la travesía en sentido inverso pero nunca lo logró. En la espesura del río encontraría su muerte un mes de noviembre de 1546.