La masiva destrucción de empleo durante los últimos años en el mercado de trabajo español, debida a múltiples factores, ha conllevado una etapa de reformas laborales, bajo gobiernos de distinto signo, que han tenido el hilo conductor de potenciar la flexibilidad interna en la empresa, ofreciendo mayores alternativas a los despidos ante situaciones económicas y empresariales difíciles. Las reformas 2010-2011, en el ciclo político del Partido Socialista, y la reforma 2012, bajo el gobierno del Partido Popular, ha coincidido en este objetivo, por lo que, tras ambos cambios normativos, las relaciones de trabajo se desenvuelven en el marco de unas nuevas reglas dirigidas a facilitar la adaptación laboral y salarial en función de las circunstancias de cada empresa. Las reformas de ambos ciclos políticos han sido desde luego distintas, en intensidad, grado e instrumentos utilizados, pero su finalidad ha sido la misma, resolver el problema de la flexibilidad interna en las empresas y poner así un dique a la destrucción de empleo.
El problema de estas reformas laborales es que, a la vez, han cambiado las reglas del despido, facilitando su utilización, sin transformar la habitual contratación temporal, que canaliza buena parte de esos ajustes de empleo. También con distinto grado e intensidad, pues la reforma 2012 es mucho más profunda que la de 2010 en facilitar y reducir las indemnizaciones de los despidos, pero con cierta convergencia en la idea de ofrecer de manera simultánea nuevas alternativas de flexibilidad interna y disminuir el coste extintivo.
A su vez, con distinto grado, pues la reforma 2011 llegó a suspender durante dos años el límite al encadenamiento de contratos temporales que se había reforzado en 2010, mientras que la de 2012 recupera esta limitación a partir del 1 de Enero de 2013, pero en la misma insistencia de cambiar el modelo laboral sin tocar la alta flexibilidad en los contratos temporales.
Este dilema entre flexibilidad interna y flexibilidad externa, en la doble vía del despido y los contratos temporales, se ve con claridad en la reciente reforma laboral 2012 (decreto-ley 3/2012). Esta reforma, de manera simultánea, profundiza en la flexibilidad interna, permitiendo la adaptación laboral, y ahonda en la flexibilidad externa, transformando los despidos.
La flexibilidad interna ha sido sustancialmente incentivada por la reforma, tanto en una dimensión colectiva como contractual. En el plano de la negociación colectiva, el art.83.2 ET canaliza los acuerdos entre la empresa y los representantes de los trabajadores de inaplicación temporal y adaptación de los convenios colectivos por causas empresariales en numerosas materias, que giran en torno a salarios, tiempo de trabajo y funciones del trabajador, mediante un procedimiento de negociación que, ante el desacuerdo, puede desembocar en un constitucionalmente controvertido arbitraje impuesto por instancias tripartitas.
En una dimensión contractual, el art.41 ET permite la modificación unilateral empresarial de las condiciones salariales y laborales por razones asociadas a la competitividad y productividad, con el derecho del trabajador a una indemnización de 20 días de salario/año en caso de ruptura del contrato de trabajo, siendo también objeto de discusión constitucional la incorporación de pactos colectivos a estos procedimientos.
A dichas medidas se suma la eliminación de la autorización administrativa en las reducciones de jornada y suspensiones contractuales del art.47 ET, incorporadas plenamente al ámbito de la gestión flexible del trabajo, así como la apuesta legal por los grupos profesionales en relación con la movilidad funcional del art.39 ET y el 5 por 100 de distribución irregular de la jornada por la empresa, salvo regulación convencional, del art 34.2 ET.
Pero, como ha sido antes apuntado, la apuesta decidida por la flexibilidad interna como vía alternativa a los ajustes de empleo tiene la paradoja de ser armada en una reforma que también facilita el despido. La reforma define de manera muy flexible las causas empresariales del despido de 20 días de salario/año de los arts.51 y 52.c ET, al asociarlas a pérdidas, merma de ingresos o ventas, y cambios técnicos, organizativos y productivos, elimina la autorización administrativa en los expedientes de regulación de empleo, suprime los salarios de tramitación desde la fecha de despido a sentencia, y reduce el coste del despido improcedente de 45 días salario/año a 33 días salario/año.
Estos cambios probablemente desplazarán el, por otra parte, anómalo dominio del despido improcedente de 45 días salario/año – vía despido exprés – a despidos tipo de 20 días salario/año más los márgenes de negociación individual y sindical. A ello hay que unir la admisión clara en el sector público de los despidos de 20 días salario/año por insuficiencia presupuestaria y cambios en los métodos de trabajo. A su vez, de manera indirecta, la reforma crea un contrato indefinido en empresas de menos de 50 trabajadores con un período de prueba de un año, en la práctica un despido libre gratuito. Y todas estas intensas operaciones en el despido se hacen sin reformar los contratos temporales, muy utilizados en el mercado laboral español.
La reforma, por un lado, incentiva la flexibilidad interna pero, por otro, facilita la externa, tanto en contratación como en despido. Posiblemente, dada la situación, el objetivo de reactivar la creación de empleo con estas medidas entra en contradicción con el de no destruirlo a través de la adaptación laboral. Pero este pragmatismo puede conllevar que las vías de ajuste de empleo a través del intacto contrato temporal, el período de prueba y los despidos fáciles invadan la deseable adaptación laboral flexible, frustrando el principal objetivo transformador de la reforma.
En el sector privado, esta opción adoptada en plena crisis, puede tener un efecto inmediato de aumento de despidos, y en el empleo público resulta previsible que las plantillas de personal laboral disminuyan. La aportación de alternativas a los despidos que hace la reforma puede quedar frustrada por sus propias medidas, en el corto plazo, desequilibrando la balanza de la flexibilidad hacia la externa. Bien es verdad que, tras la tormenta, en el medio plazo, el sistema laboral está más preparado para implantar un nuevo modelo de flexibilidad que evite ajustes de empleo y que el dominio del despido improcedente quedará desplazado racionalizando las decisiones, pero las primeras consecuencias del cambio normativo resultan previsibles en sentido contrario, en una operación, en plena crisis, muy arriesgada.
La gran cuestión de la reforma laboral en España es clara : flexibilidad interna o despidos. La receptividad de las nuevas reglas laborales determinará, sobre todo en el medio plazo, si esta reforma continúa en la persistencia del ajuste de empleo ante las dificultades o cambia las tendencias hacia un trabajo más estable y con mayor capacidad de adaptación a las coyunturas, acercándonos a modelos europeos. El reto del mercado laboral español no es sólo crear empleo, sino también reconducir el existente hacia reglas distintas que impidan su fácil destrucción con nuevas claves de formación, adaptabilidad y productividad, y que el nuevo empleo nazca dentro de estas coordenadas. La tramitación parlamentaria del decreto-ley en ley es una oportunidad para introducir algunos cambios en esta dirección, integrando mejor la flexibilidad interna dentro del sistema de contratación-despido y apostando en mayor medida por un nuevo modelo laboral sustentado en la formación, la adaptabilidad y la productividad.