Según el catedrático emérito en Psiquiatría, Francisco Alonso-Fernández, el genio creador no es necesariamente un superdotado, de hecho la máxima inteligencia es tan poco común en el genio como lo es el retraso mental, que también se da en ocasiones. “La mayor parte de las veces su inteligencia es del rango medio superior, reflejado en un cociente intelectual entre 110 y 130”, escribe en su libro ‘El talento creador. Rasgos y perfiles del genio’.
La asociación entre el talento creativo y la inteligencia superdotada puede darse en ocasiones, pero no es lo habitual. “El genio es un individuo que se alza sobre los demás mortales como un creador de ideas u objetos, un inventor de cosas o un descubridor de claves inéditas de la realidad”, escribe Francisco Alonso-Fernández. Así, la persona creativa se desvelaría como genio a través de la revelación de novedades no percibidas hasta entonces. Su peculiaridad comprende una amplia gama de rasgos distribuidos entre la motivación, el esfuerzo, la entrega, el tesón, el alto nivel de intelectual, el pensamiento profundo y una organización o desorganización de la personalidad adecuada para la fermentación de la creatividad genial.
En efecto, la personalidad parece ser un rasgo esencial del genio, que suele ser individualista, independiente, seguro de sí e inconformista con su entorno, lo que le hace tener un aguzado espíritu de rebeldía. Su comportamiento independiente y original le hace salirse de los moldes ordinarios y a menudo pasa por histriónico o narcisista. “Para que algo nos sorprenda tiene que salirse de lo cotidiano y por definición todo proceso creativo tiene que ser sorprendente y por eso es excéntrico, en el sentido de que se sale de la norma”, explica el neurocientífico del Instituto de Neurociencia de Alicante, Luis Miguel Martínez Otero.
En su libro ‘Rituales cotidianos. Cómo trabajan los artistas’ (Turner, 2014), el periodista Mason Currey nos ofrece un amplio catálogo de manías y rarezas de más de cien artistas, muchos de los cuales bordean o traspasan ampliamente la línea de la excentricidad. Así, el popular escritor norteamericano de relatos, John Cheever, adoptó una curiosa rutina de trabajo cuando se fue a vivir con su mujer y su hija a un noveno piso de Manhattan allá por 1945. Cheever se ponía su único traje y bajaba en ascensor cada mañana durante cinco años, coincidiendo con el resto de señores que iban al trabajo. Bajaba hasta los trasteros, se quitaba el traje y se quedaba allí, escribiendo en calzoncillos hasta la hora de comer.
En el taller del pintor Francis Bacon florecía el desorden, las paredes estaban manchadas de pintura y las herramientas y los pinceles emergían entre lotes de libros viejos, papeles y muebles rotos que le llegaban hasta la rodilla. Para Bacon, cualquier entorno agradable paralizaba su creatividad e incluso cuando no trabajaba necesitaba llevar una vida hedonista, repleta de bebida, comida y estimulantes. Trasnochaba casi a diario, bebía seis botellas de vino al día y comía hasta hartarse en los mejores restaurantes, aunque nunca engordó ni sintió en su metabolismo la huella de tales excesos, al menos hasta que fue mayor. Afortunadamente, al pintor le gustaba trabajar con resaca y su vida desordenada no era un obstáculo, sino más bien un estímulo para su talento creador. “A menudo me gusta trabajar con resaca porque mi mente chisporrotea de energía y logro pensar con mucha claridad”, aseguraba.
El escritor Thomas Wolfe descubrió un día en el que le abandonaron las musas una fórmula infalible para recuperar la inspiración. El hallazgo fue casual. Contrariado por su incapacidad para escribir, se puso el pijama y miró melancólicamente por la ventana. De repente, tras unos gestos espontáneos, se encontró libre de fatigas y con un deseo rebosante de escribir. ¿Qué había pasado en aquellos breves segundos? Simplemente, que el escritor se había ‘acomodado’ los testículos. Fue sólo un breve roce, pero aquella caricia le sirvió para recuperar el ánimo y verse estimulado por una “agradable sensación masculina”. Otra de las rarezas de Wolfe era que escribía de pie. El escritor medía dos metros y al no encontrar escritorios que le resultasen cómodos, prefería trabajar de pie, usando como mesa la parte de arriba del frigorífico.
A Patricia Highsmith, autora de ‘El talento de Mr. Ripley’ nunca le faltaba la inspiración. Decía que tenía tantas ideas como orgasmos tienen las ratas. No obstante, tenía sus propios trucos, que consistían en crearse un entorno de trabajo lo más placentero posible, evitando toda sensación de disciplina. Así, se sentaba en la cama rodeada de cigarrillos, café y rosquillas, en absoluta comodidad. “Su posición – afirma su biógrafo Andrew Wilson – era casi fetal y de hecho, su intención era crearse un útero para sí misma”. Para rebajar su rebosante vitalidad – su nivel de energía, decía, llegaba a ser maniático – se tomaba un trago de whisky o vodka nada más levantarse, lo que con el tiempo le dio una tremenda tolerancia al alcohol.
El poeta, historiador, dramaturgo y filósofo alemán Friedrich Schiller tenía una curiosa manera de estimularse para empezar a trabajar. Tenía en su cuarto de trabajo un cajón repleto de manzanas podridas y su olor, cada mañana, le hacía sentir urgencia por escribir. Escogía siempre las noches, porque no soportaba ser molestado durante el día aunque a él no le importaba tanto molestar a los demás y a menudo, sus vecinos le oían declamar con vehemencia en el silencio de la noche. Sus jornadas nocturnas eran tremendamente activas, paseaba de un lado a otro de la habitación, hablaba solo y se lanzaba sobre el escritorio con furia cuando le sobrevolaba alguna idea.