Decía Pablo Picasso que la inspiración era importante, siempre que le cogiera a uno trabajando. El periodista norteamericano, Mason Currey, se preguntó cómo podía compaginar su trabajo habitual con una obra más creativa. ¿Tendría que renunciar a su sustento? ¿Bastaría con ceder horas de sueño? ¿Y si al hacerlo la inspiración no quería llegar? Para obtener respuestas, decidió estudiar cómo fueron las jornadas de trabajo de los grandes genios de la humanidad para conocer el tiempo que dedicaban a su obra, si contaban o no con un trabajo ‘normal’, cómo trazaban sus rutinas y si regía en ellos una gran autodisciplina.
El resultado fue el libro ‘Rituales cotidianos. Cómo trabajan los artistas’, que Turner acaba de editar en España y que trata de responder a esa gran pregunta que Picasso ya contestó: si la creatividad es una cosa de trabajo o de inspiración. La conclusión a la que podemos llegar es que el perfil del genio encierra una gran heterogeneidad y por cada Edward Gibbon, que cargaba durante sus marchas en la mili con la obra completa de Horacio para aprovechar cualquier minúsculo descanso, hay un William James o un Franz Kafka, autores inclinados a perder el tiempo durante horas padeciendo largos bloqueos e inseguridades a la espera de que la musa de la inspiración empezase a garabatear la hoja en blanco.
Pablo Picasso, por ejemplo, prohibía cualquier visita a su estudio de Montmatre sin su permiso. Se acostaba tarde y se levantaba a media mañana, pero trabajaba desde entonces hasta que se ponía el sol y cuando terminaba permanecía absorto pensando en su trabajo. Su admirado rival, Henri Matisse, eras otro trabajador infatigable que prolongaba sus jornadas hasta la noche, de lunes a domingo. Sus modelos, doblemente pagadas los domingos, se quejaban de no tener ni un solo día libre a la semana y este respondía: “¡Pobrecillas!, no comprenden. No obstante no puedo sacrificar mis domingos sólo porque tengan novio”.
El director de cine Ingmar Bergman decía que en sus ocho horas de trabajo diario sólo había diez o doce minutos de verdadera creación, “si tienes suerte”. “Tal vez ni los haya. Entonces tienes que prepararte para otras ocho horas y rezar por que esta vez lleguen tus diez minutos buenos”, decía. Como escritor de guiones, su trabajo era igualmente infatigable y sus jornadas rigurosas y casi iguales. “Nunca consumo drogas ni alcohol. Lo más que bebo es una copa de vino y eso me hace increíblemente feliz”, aseguraba.
El creador del psicoanálisis, Sigmund Freud, mantuvo una absoluta devoción por el trabajo durante toda su vida. Se levantaba a las siete, recibía a su barbero y empezaba a despachar visitas de pacientes hasta el mediodía. Su trabajo le apasionaba tanto que durante la comida, a veces con importantes invitados, se abstraía tan profundamente que nadie se atrevía a molestarlo. Por la tarde seguía recibiendo pacientes hasta las nueve de la noche, hora a la que cenaba para después charlar o jugar a las cartas con su mujer y su cuñada. Esta era la única distracción que tenía durante el día, junto al paseo del mediodía, y por las noches, se encerraba en su gabinete hasta la madrugada para leer o escribir.
Uno de los grandes exponentes del trabajo constante, rutinario y febril es el escritor japonés Haruki Murakami, que se fija un horario espartano cuando tiene entre manos una nueva novela. Murakami se levanta a las cuatro de la mañana y trabaja seis horas seguidas. Después nada, corre y se relaja, para acostarse muy temprano. Repetir esta rutina le parece importante puesto que así llega a un estado mental más profundo, como una especie de hipnosis. El madrugón y las intensas jornadas de trabajo requieren un gran esfuerzo físico y es que para el japonés, la forma física es casi tan importante como la sensibilidad artística en un escritor.
Crear en los ratos libres
Wolfgang Amadeus Mozart fue un genio precoz y como tal, la fama le llegó muy pronto, de modo que su día a día estaba lleno de compromisos sociales, clases de música – que él impartía – y conciertos. Esto le dejaba muy poco tiempo para componer, pero un talento creador como el suyo aprovechaba cada instante sin necesidad de esperar a las musas. En esta etapa, Mozart componía unas pocas horas por la mañana y las tardes que podía, alargando las noches cuanto fuera preciso para poder dar rienda suelta a su talento.
Jane Austen nunca tuvo intimidad, vivió acompañada toda su vida y carecía siquiera de un espacio de recogimiento, pese a lo cual fue extraordinariamente productiva. Su sobrino dice que escribía en el salón, sujeta a toda clase de interrupciones y preocupada de que nadie ajeno a su entorno supiera que se dedicaba a la escritura. Por las mañanas trabajaba en el salón, junto a su madre y su hermana y si llegaban visitas dejaba su trabajo y se ponía a coser junto a ellas. Pese a todo, gozó de todo el respeto en su casa y nadie cuestionó su ocupación, además de que sus obras gozaron de bastante éxito cuando fueron publicadas.
Agatha Crtistie se consideraba una ama de casa más que una escritora, incluso después de haber publicado su décima novela. No tenía un lugar de trabajo fijo, se ponía en cualquier momento y en cualquier lugar, sin que esta irregularidad le entorpeciera lo más mínimo. La mesa del salón le valía lo mismo que la del lavabo, bastaba con una superficie horizontal y su máquina de escribir. Ella misma admitía que sus amigos le preguntaban asombrados que cuándo trabajaba, porque ninguno de ellos le había visto jamás escribir.
Umberto Eco es otro autor capaz de escribir y trabajar en cualquier ambiente, algo que a menudo se ve obligado a hacer dado que sus compromisos laborales, sociales y familiares le impiden ser dueño de su tiempo, al menos cuando vive en Milan. Cuando está en su casa de campo, en las colinas de Montefeltro, la cosa cambia, allí puede llevar una cierta rutina porque no tiene apenas interrupciones. No obstante, Eco está ya acostumbrado a estas interrupciones y ha aprendido a sobrellevarlas sin perder su capacidad de trabajo. “Yo puedo trabajar en el inodoro, en el tren. Mientras nado produzco un montón de cosas, sobre todo en el mar. En la bañera también, pero no tanto”, afirma.
A la espera de las musas
Scott Fitzgerald empezó siendo un escritor de ratos libres para convertirse en un escritor de ratos a secas. Tenía serias dificultades para ceñirse a un horario y sus jornadas eran continuas pero intermitentes, prolongándose hasta la madrugada, aunque en ocasiones sin grandes resultados. Cuando le llegaba la inspiración era capaz de concentrarse durante horas y escribir de una sentada más de quince folios. Esa técnica le bastaba con los relatos cortos, pero le daba más dificultades con las novelas, de modo que Fitzgerald, trataba de forzar la inspiración bebiendo cantidades ingentes de ginebra, una bebida que según pensaba él, subía muy pronto y apenas dejaba rastros en su aliento.
Otro autor abandonado casi irremisiblemente a los raptos de inspiración fue el noruego Knut Hamsun que a pesar de ello, adquirió una forma de trabajar que casi se convirtió en un método. Hamsun se acostaba por las noches, pero sabía que tenía el sueño ligero y que se despertaría pocas horas después, siempre lúcido y lleno de ideas. Empezaba a escribir completamente a oscuras, como si la escritura fluyese a través de su cuerpo y estaba tan acostumbrado a este método que aprendió a descifrar sus garabatos por la mañana.
Un artículo en New Yorker firmado en 1934 describía así el ritmo de vida de Gertrude Stein: “Cuando tiene una inspiración, la gran dama escribe rápidamente, durante unos quince minutos. Pero a menudo tan solo se sienta a mirar las vacas y no da ni golpe”. En su famosa autobiografía, la poetisa y mecenas admite que nunca pudo escribir más de media hora al día, aunque añadía: “Si escribes media hora cada día eso llega a ser muchísimo texto año tras año. Todo el día y todos los días ciertamente te los pasas esperando para escribir esa media hora”.
Con 425 libros a sus espaldas, parece imposible pensar que George Simenon no fuera un escritor metódico y sin embargo, no lo era. Su capacidad de trabajo era enorme, pero concentrada y discontinua. Se recluía durante dos o tres semanas y producía páginas y páginas con facilidad, pero después pasaba el mismo tiempo, a veces incluso meses, sin trabajar lo más mínimo. Más que confiar en las musas, Simenon confiaba en su capacidad de trabajo, aunque tenía algunas manías y supersticiones que vinculaba a la inspiración, como el hecho de no cambiarse de ropa hasta que terminase una novela, si bien hay que advertir que no tardaba demasiado. En una ocasión, cuentan que Alfred Hitchcook llamó a Simenon para que le aconsejase sobre una secuencia y el criado de este respondió que no podía atenderle porque acababa de empezar una novela, a lo que el director respondió: “Ah, pues entonces espero”.
Minuciosidad desesperante
Frederic Chopin fue un compositor de impulsos, poco dado al trabajo infatigable. Se levantaba tarde, desayunaba en la cama y se ponía tranquilamente a componer, sin prisas ni presiones de ningún tipo. Por la noche, después de cenar, Chopin solía acostarse mientras que su pareja, la novelista francesa George Sand, se quedaba trabajando. Su forma de trabajo era espontánea, cuando le llegaba la inspiración componía con una facilidad asombrosa pero después, para terminar de afilar la obra sufría desesperadamente. Le costaba recuperar los matices que habían sonado en su cabeza y carecía de la serenidad y la constancia para darle vueltas a la composición y encontrarlos. Al final lo lograba, tras un esfuerzo ímprobo y varias semanas de trabajo que daban como resultado apenas una página de música.
Gustave Flaubert empezó a escribir Madame Bovary en septiembre de 1851 y conseguiría publicarla siete años después, en 1857, a razón de dos páginas a la semana. Su voluntad de estilo le hacía ser terriblemente minucioso con lo que escribía cuidadosamente, casi palabra a palabra y si no le convencía, retrocedía y empezaba de nuevo. Para trabajar escogía las noches, puesto que durante el día, cualquier mínimo ruido le molestaba. Como no solía madrugar, su casa permanecía en silencio hasta que él se levantaba y los días pasaban en torno a una anodina rutina dirigida a llegar a la noche en perfecto estado de ánimo y fuerzas.
Moverse o no moverse, esa es la cuestión
Creadores como Ludwig Van Beethoven o el filósofo danés Soren Kierkegaard, daban una importancia capital a sus paseos diarios, como condición imprescindible para empezar a crear. Ambos daban largos paseos durante el día, Beethoven acompañado de lápiz y papel para dejar constancia de las melodías que le iban surgiendo. Kierkegaard también paseaba para inspirarse y en ocasiones regresaba tan lleno de ideas que las volcaba sobre su escritorio nada más llegar, con el sombrero puesto y el paraguas aún en la mano.
Otros escritores, como Voltaire, Truman Capote, Marcel Proust, Patricia Highsmith, Juan Carlos Onetti o Navokov, trabajaban desde la cama, lo que no era óbice para que sus jornadas fueran largas e intensas. Voltaire leía sin salir de la cama y después dictaba sus obras a su secretario, mientras que Capote se llevaba la máquina de escribir y la aporreaba sobre sus rodillas. “Soy un escritor completamente horizontal. No logro pensar a menos que esté acostado, ya sea en la cama o tendido en un sofá y con un cigarrillo y un café a mano”, explicaba Capote.
Marcel Proust escribía tumbado sobre la cama, en posición horizontal y con dos almohadones bajo la cabeza, aunque su postura distaba mucho de ser cómoda. Proust decía que después de diez páginas estaba destruido, con la muñeca acalambrada y el codo dolorido por el exceso de peso. No obstante, consideraba que había valor en el sufrimiento y no le importaba que su trabajo fuese doloroso puesto que, de hecho, parecía buscar conscientemente el dolor.