Hasta hace unos años, la mayoría de las sustancias que se utilizaban para el tratamiento del cáncer se localizaban de la naturaleza. Los investigadores localizaban sustancias, animales o vegetales, que producían determinados seres vivos para defenderse o atacar a otros sujetos del entorno; aislaban la sustancia concreta que producía esa agresión, la purificaban y se empezaba a analizar la capacidad que tenían para acabar con las células tumorales de diferentes cánceres (esta parte se hacía, primero, en cultivos celulares y, posteriormente, en animales.) Si tras estos experimentos se demostraba que esa sustancia era útil y, además, presentaba unos efectos secundarios aceptables, pasaba a los ensayos clínicos en pacientes con cáncer.
En la actualidad, el método ha cambiado; los investigadores localizan moléculas importantes en el funcionamiento de las células tumorales; identifican su función y su estructura. Tras ello, diseñan un fármaco que bloquee (en la mayoría de los casos) o supla, la función de esa molécula dañada. Posteriormente, al igual que se hacía con el método clásico, se inician los estudios de actividad y seguridad en células y animales para, posteriormente, pasar a ensayos clínicos en personas.
Las diferencias fundamentales entre las dos formas de encontrar nuevos fármacos radica, por un lado, en que el modelo moderno permite disponer de fármacos más específicos y menos tóxicos ya que van dirigidos contra una diana molecular concreta y, por otro lado, la velocidad con la que se investiga es mucho mayor, lo que permite incorporar más rápidamente esas sustancias a las terapias oncológicas.