La relación entre las emociones y la ingesta de alimentos es evidente y compleja. El estado de ánimo influye de manera decisiva en nuestra ingesta de alimentos (cantidad, tipo), y al revés, consumir determinados alimentos puede influir en nuestro estado de ánimo. Pero las interrelaciones entre estado de ánimo y consumo son complejas, y no es fácil establecer una relación causa-efecto. Así, la respuesta al estrés no es la misma que al aburrimiento o a la tristeza o a la euforia.
Los animales cuando pasan periodos de ayuno demasiado largos se vuelven inquietos e irritables y eso les lleva a la búsqueda de comida que les permite saciar el hambre. Una vez que han comido, se sienten de nuevo relajados y tranquilos. El hambre y la disminución de los niveles de glucemia en sangre impulsan a los depredadores a buscar presas con las que saciarse, se ponen en estado de alerta, se disponen a la caza y se vuelven más agresivos.
Al ser humano le sucede lo mismo, la hipoglucemia moderada, pero aún más si es severa; produce irritabilidad y nos impulsa a buscar alimentos de manera rápida. Esta respuesta no es más que una señal de alarma que emite nuestro cerebro para paliar y prevenir una disminución de la glucemia que pudiera afectar al buen funcionamiento de este y del organismo en general. Por el contrario, después de comer, el cerebro genera una sensación de calma y sosiego, e incluso optimismo que es consecuencia de la liberación de neurotransmisores asociados al placer y a un aporte de glucosa a adecuado.
Pero la relación entre emociones y comida son complejas, pues también se da el fenómeno opuesto, la sensación de tristeza, vergüenza o de culpa después de haber comido un alimento que consideramos indebido, inadecuado a las circunstancias o en exceso (comida copiosa, dulces, bebidas alcohólicas).
El estrés tiene una gran influencia sobre la ingesta de alimentos, su cantidad y selección. Son muchos los estudios que demuestran que la mayoría de las personas modifican su conducta alimentaria en respuesta a situaciones de estrés. Sin embargo, esta respuesta no es igual para todas las personas, incluso puede ser opuesta.
En un análisis de numerosos estudios que investigaban la relación estrés-ingesta de alimentos recientemente publicado, se demostró que aproximadamente el 50% de los sujetos presentaban una disminución de las ganas de comer, mientras que un 30% manifestaban más apetito. Además se observó que aquellas personas que habitualmente controlan más rígidamente la ingesta de alimentos, en situaciones de estrés responden con más apetito que aquellos que no regulan tanto su ingesta.
Existe una gran relación entre la percepción de ciertos sabores y la sensación de placer, y en ella influyen muchos aspectos. Esta relación ha sido estudiada en bebés, que no han tenido información o exposición a ciertos sabores. La sensación de placer que asocian al sabor dulce es innata, mientras que la respuesta al sabor ácido, amargo o picante, en general tiende a ser rechazada.
En general, demuestran placer con el sabor dulce, pero rechazan los otros sabores, y muestran expresiones de disgusto con ellos. En el adulto, la respuesta a la ingesta de un alimento está condicionada por la experiencia previa o comunicada por otros, por los recuerdos que ello conlleva, y por las expectativas que tenemos sobre las consecuencias que nos va a proporcionar su consumo. Como conclusión, quizás habría que ampliar la clásica sentencia aplicada a la nutrición y la aliementación “somos lo que comemos”, a “sentimos lo que comemos”.