Quienes sospechan que la justicia está politizada tienen una prueba indiciaria en la sentencia de la Audiencia Nacional que absuelve a los 19 acusados por el asedio al Parlament de Cataluña el 15 de junio de 2011. Aquel día, el presidente de la Generalitat, Artur Mas, y la presidenta del Parlament, Nuria de Gispert, tuvieron que llegar a la sede parlamentaria en helicóptero para sortear a los manifestantes que impedían entrar y/o acosaban a los diputados, que solo pudieron celebrar la sesión a la que estaban convocados después de numerosos incidentes y con la ayuda esforzada de los agentes de seguridad. Circularon imágenes del acorralamiento a los diputados, alguno de los cuales tuvo que esquivarlo corriendo y otros sufrieron insultos, escupitajos y otras acometidas. Pero tales acosos, según la Audiencia, fueron un modo de ejercer la libertad de expresión.
A mí me satisface sobremanera que se defienda la libertad de expresión, que es un pedestal de la democracia. Tengo escrito que la libertad de expresión es la libertad más frágil porque sucumbe sin remedio a los abusos del poder, sea político o de otra especie, que tantas veces cae en la tentación de reducirla o anularla. Así que cualquier salvaguardia de una libertad tan principal no puede recibir de mí más que aplausos. Pero la defensa que hace de la libertad de expresión la sentencia de la Audiencia Nacional me deja asombrado, no porque sea tímida o insuficiente sino porque consiste en una defensa radical de algo que cuesta entender que sea, en efecto, la genuina libertad de expresión con su debido respeto a los contrarios y a los discrepantes.
Aquel acoso al Parlament fue un acto de comunicación, sin duda alguna, como lo es una manifestación o una concentración en espacio público. Pero no todas las demostraciones de este tipo son absolutamente legítimas, como tampoco lo son todos los actos de comunicación. Un insulto y una agresión física son comunicación –que digan los insultados y los agredidos si no entienden lo que se les quiere comunicar- pero nadie va a dar de entrada a tales actos la categoría de legitimidad. Lo que pasó en el entorno del Parlament fue reflejado por todos los medios de comunicación como una acción colectiva y continuada de intimidación a los diputados, o sea, no como un acto de simple comunicación en virtud del derecho a la libertad de expresión sino de acoso y acorralamiento, que no es lo mismo.
Son perfectamente explicables las enormes y extensas sorpresa y frustración que ha causado este veredicto al convertir el acto de fuerza del acoso en libertad de expresión. Han sido similares a las que ocasionaron otras decisiones judiciales que disculpaban acosos en domicilios de políticos, sonadamente el efectuado sin previo aviso ante la casa particular de la vicepresidenta del Gobierno. Están en la misma línea, que se traduce en sostener que un acoso espontáneo y colectivo es legítimo aunque incurra en actos de violencia, si ya no fuera bastante violencia el acoso, porque la gente no dispone de suficientes cauces de expresión. La aportación que hace la última sentencia consiste en considerar que los medios de comunicación privados no son cauces idóneos, sin explicar por qué tan extravagante consideración. Léanla en este párrafo de la sentencia:
“Cuando los cauces de expresión y de acceso al espacio público se encuentran controlados por medios de comunicación privados, cuando sectores de la sociedad tienen una gran dificultad para hacerse oír o para intervenir en el debate político y social, resulta obligado admitir cierto exceso en el ejercicio de las libertades de expresión o manifestación si se quiere dotar de un mínimo de eficacia a la protesta y a la crítica”.
Al autor de la sentencia habría que reprocharle no haber puesto similar atención en considerar los amplísimos cauces de expresión que facilita el desarrollo tecnológico , que permite a todos la instantánea circulación de mensajes. Pero es más revelador que se haya abierto en la justicia española una tendencia a comprender la tesis de que la “democracia directa”, como llaman algunos a las concentraciones de los autocalificados como indignados, es más estimable que la democracia representativa. La sentencia ampara a quienes, concentrados a su propia iniciativa en el espacio público, pretendían imposibilitar que se reunieran los representantes elegidos en las urnas. Esto no lo digo yo gratuitamente sino que es lo que sostiene el juez Fernando Grande-Marlaska, presidente de la sala que ha sentenciado, en su voto particular discrepante: “la finalidad de ese acometimiento no era otro que el de impedir que [los diputados] acudieran al Pleno”.
Esta asombrosa sentencia, que no va a ser fácilmente olvidada por unos y por otros, ha provocado otra conexión sugestiva, intrigante si ustedes quieren. El ponente, magistrado Ramón Sáez Valcárcel, es conocido por su ideología izquierdista, por su “palmaria ideología de izquierda, de muy de izquierda”, según diagnóstico publicado por El Mundo, y fue vocal del Consejo del Poder Judicial a propuesta de Izquierda Unida. A lo mejor es casualidad, pero la exculpación de los acosadores con reproches a medios de comunicación privados conecta con la propuesta / deseo / proyecto de control de los medios que acaricia el líder de Podemos, Pablo Iglesias. Y a lo mejor también es casualidad, pero del propósito de recurrir esta sentencia por el Parlament se han descolgado Esquerra Republicana y la izquierda radical congregada en la CUP, que dicen que los acusados están muy bien absueltos. O sea, que la sospecha de politización de la justicia tiene casualidades a las que agarrarse. Menos mal que el Tribunal Supremo va a tener la oportunidad, al fallar los recursos –que van a interponer, además del Parlament, la Fiscalía y el Gobierno de la Generalitat-, de despejar sospechas y recuperar confianzas. Ojalá lo consiga con la anulación de esta sentencia infortunada.