Al principio puede convertirse en un arma porque la ira se convierte en una herramienta para estar fuera de pelgro, pero al final acaba siendo un elemento de riesgo neurobiológico subyacente, aumentando su vulnerabilidad ante problemas de salud mental posteriores, como la ansiedad». Esa es la conclusión del doctor Eamon McCrory del University College de Londres, que ha manifestado que hasta ahora se sabía poco de los efectos del maltratro, «uno de los factores de riesgo más importantes asociados con la ansiedad y la depresión».
El nuevo estudio señala cómo los cerebros de los niños con exposición documentada a la violencia en el hogar responden a los rostros que muestran enfado: los niños con antecedentes de abuso muestran una mayor actividad en la ínsula anterior del cerebro y la amígdala, regiones que participan en la detección de amenazas y anticipan el dolor. Según los investigadores, los cambios no reflejan daño cerebral; por el contrario, los patrones representan cómo se adapta el cerebro a un entorno difícil y peligroso. Sin embargo, esos cambios pueden producir posteriormente una mayor vulnerabilidad al estrés.
McCrory afirma que «estos resultados subrayan la importancia de tomar en serio el impacto que puede tener en un niño el vivir en una familia que se caracteriza por su comportamiento violento, ya que, incluso si el niño no muestra signos evidentes de ansiedad o depresión, estas experiencias poseen un efecto mensurable a nivel neuronal».