Mi segunda entrega de cuentos chinos empieza con un saludo: ¡Ni hao!, o para que me entendáis en nuestra lengua cervantina, esa palabra viene a significar “hola” y representa todo mi conocimiento de chino aprendido hasta el momento. Si bien soy capaz de sobrevivir con el inglés en mi puesto de trabajo, fuera del campus las posibilidades de comunicarse descienden vertiginosamente. Acciones cotidianas como hacer la compra pueden resultar más complicadas de lo normalmente esperado. Y es que ¿cómo pides una bolsa en la que meter esas curiosas cosas para comer que no sabes ni qué son? Recordar el baile del “aserejé” puede servir de ayuda para que la cajera te entienda. Al final los gestos junto con las diferentes señales realizadas con el cuerpo son unas herramientas básicas de comunicación a cuyo uso te ves obligado. Sonreír también ayuda para relacionarte con estos diligentes asiáticos. Una permanente sonrisa aunque no sepas absolutamente nada de lo que te están diciendo y, por ejemplo, no estás seguro de si tu taxista te lleva al destino que le has indicado gracias a un papel escrito con unos caracteres un tanto difíciles de comprender.
En esos viajes hacia lo desconocido comienzas a explorar una ciudad que ofrece un gran número de atracciones para el turista. De todas ellas quizá la Ciudad Prohibida y la plaza Tiananmen son las más famosas. Una fotografía obligada es ese “selfie” con la imagen de Mao a tus espaldas y si, además, portas una banderita de esta nación comprada para la ocasión: ¡Felicidades!, eres el perfecto turista. Curiosamente, un docente chino me dijo que no era necesario que adquiriese dicho símbolo como muestra de amistad. No sabía todavía que a los españoles nacidos en el País Vasco nos encanta llevar otras banderas en muchas ocasiones. A destacar la amabilidad de “Martin”, un compañero de trabajo que en su día libre nos lleva a visitar los monumentos históricos a todos los profesores occidentales que entramos en su coche. Disponibilidad que ha sido compartida muchas veces por otras colegas del centro que nos auxilian en nuestra vida diaria, en acciones tan cotidianas como poner una lavadora (cuyos botones están señalados en su idioma), hasta otras como acudir al banco o a variadas instituciones públicas. Es estas sedes en dónde fácilmente puedes toparte a otros occidentales que como niños pequeños son cuidados por sus guías del lugar.
La contaminación es quizá lo que menos me ha gustado desde que aterricé en el país y una de las cosas que más me han sorprendido. Si vienes a Beijing olvídate de los niveles de polución a los que estamos acostumbrados los europeos, aquí se sobrepasan con holgura. Este problema potencia en gran medida tu conciencia medioambiental, sobre todo cuando te ves paseando por la calle con una máscara sobre la cara y tu atuendo no responde al deseo de ser un ninja. Al de pocos días seguro que te has instalado una app en el teléfono que mide la calidad del aire e incluso comentas alegremente con tus amigos las evaluaciones presentes y estimaciones de las próximas jornadas. Parece ser que los efectos de la polución atmosférica se sienten más en el invierno y son más tenues en la etapa veraniega. Hacer ejercicio por la calle tampoco es muy recomendable, por mucho que unos cuantos voluntariosos orientales te animen con su ejemplo a lo largo del día. Desde muy temprano observo a vecinos jugando al ping-pong, luego es fácil advertir a mis alumnos practicando diversos deportes (fútbol, baloncesto, atletismo…), para finalmente al caer la noche encontrarte a un gran número de personas de mediana edad bailando al son de la música tradicional. Un entretenimiento realmente curioso y que impacta a un occidental que espera descubrir a un pueblo permanentemente ocupado en el trabajo. Una muestra de ocio que combina diferentes melodías y danzas realizadas, eso sí, de manera colectiva. Y con este espectáculo diario que cierra el día, me despido hasta el siguiente cuento chino.