El pasado fin de semana viajaba a Texas con motivo de una boda y me preparaba para entrar en lo que yo pensaba que sería territorio Trump. Esperaba ver gorras rojas con letras blancas, euforia por la victoria, bares y restaurantes sintonizando la Fox y tejanos sintonizando con las ideas de su presidente. Viniendo de un núcleo demócrata y progresista como Chicago, el mensaje que cadenas como la CNN o la NBC transmiten es tan alarmista que parece que los estados del sur están volviendo a unirse bajo la bandera confederada, pero la realidad que viví fue completamente diferente.
La vida en una ciudad como Amarillo, Texas, de unos 200.000 habitantes podría parecer a ojos de cualquier españolito una próspera capital de provincia para nada alejada del estilo de vida de grandes ciudades como Madrid, Barcelona o Valencia pero con las ventajas e inconvenientes propios de su tamaño. O eso pensaba yo. Pasar un fin de semana en esta parte del país es como teletransportarse a una escena de western a la que se le han ido incorporando aspectos de la vida moderna, que han creado un modo de vida inédito en otras partes del país.
Uno de los rasgos más llamativos son las relaciones personales. El trasfondo de muchas de las historias de aquellos que he podido conocer y preguntar era el mismo. Fueron fruto de una relación pasajera, se criaron con su madre su abuela y sus tías pero su lado masculino lo criaron los lobos. Escuché historias como las de Logan Gonzales, el novio, quien tras mudarse a Amarillo viniendo desde un pequeño pueblo de Nuevo México, se partía la cara todas las semanas en el propio jardín de su casa con los tipos duros del instituto con el único propósito de demostrar quien es el que manda. Una versión descafeinada del duelo al sol. Estas peleas, pese a ser crueles, crean vínculos de respeto mutuo si el rival, pese a haber perdido, presentó batalla. Unos valores arcaicos pero que crean relaciones personales mucho más viscerales y que imprimen un carácter luchador, indispensable para sacar adelante a un chaval que, por ejemplo, creció sin padre.
La cara opuesta a esta tan «noble» costumbre: las redes sociales. Si uno ha escuchado alguna vez country con atención, un tópico recurrente es »Break up in a small town» y el drama que supone no sólo romper con tu chica si no tener que verla paseando en el pick-up de tu vecino. Pues bien, ahora los pueblos son un poco más grandes, pero la penetración de las redes sociales y el nivel de exposición de la vida privada en internet aquí, es mucho mayor que el que otro americano viviendo en la ciudad pudiera tener. Aquí no merece la pena el postureo ni las apariencias, todo el pueblo ya sabe que eres un miserable y Facebook es algo así como el saloon de este siglo. Da igual si estuviste aquella tarde cuando el hoy futuro novio le decía a su prometida que era una «chupa sangre», da igual si alguien que conoces estuvo allí para contártelo. Entra al bar, siéntate tranquilo y ponte al día.
Como toda buena boda texana, hay tradiciones y tradiciones. La primera parada tras bajar del avión que une Dallas con Amarillo (una avioneta de dos filas de asientos y una azafata con gorro y botas vaqueras) fue visitar Cavender»s Boot City, donde un dependiente, vestido, no disfrazado de cowboy, compara las cualidades de una bota de piel de avestruz con unas de piel de cocodrilo en función de la frecuencia con la que montas a caballo, si vas a usarlas para salir a cazar o si solo quieres ponértelas para la boda. Lo típico. Aquí ya empezaba a sospechar que el traje y los mocasines los podría haber dejado en el armario. La ceremonia, como no podía ser de otra manera la imaginaba profundamente religiosa. No encontré a nadie que no fuera creyente o que hiciera un comentario sospechoso al respecto. Pero, ¿en qué creen? me preguntaba. The Trinity Fellowship Church, la «iglesia» donde se celebró la ceremonia, es quizá más grande en superficie que el Palacio de los Deportes de Madrid y tienen un auditorio circular con capacidad para más de 1,500 personas, además de bares, restaurantes, un espectacular parque de juegos para niños y varias pistas de baloncesto indoor. En todo el tour creo que no vi más de 3 crucifijos. La iglesia, entiendo que evangelista tras lo que pude leer en su maravillosa página web, ha pasado de ser un lugar sagrado donde celebrar las tradiciones escritas en la Biblia a una especie de centro espiritual-recreativo, donde hay que sacar entrada para ir a escuchar al predicador de turno, donde se aceptan donativos por Paypal, donde no hace falta ir al servicio siempre y cuando lo veas por streaming y que predica un mensaje mucho más simple y amable que el que seguramente escuchaban los abuelos de los allí presentes. En el núcleo de todo, siempre está la familia y el hogar, lo cual resulta paradójico cuando a la hora de hacerse las fotos de boda, la novia tiene que posar con su padre y su madrastra, con su madre y su padrastro con sus hermanos y sus hermanastros, con su hija y con sus sobrinos (algunos blancos y otros negros) pero sin sus cuñados. El mensaje de la iglesia ha tenido que moderarse para dar cabida a estas complejas situaciones familiares, creyentes sin duda, pero en una fé que encaje con su modelo de vida y no lo contrario, al fin y al cabo, un producto adaptado a sus consumidores.
Tras la ceremonia, oficiada por un pastor que leía un iPad y que no conocía mucho a los novios (digamos que son más de ver el servicio por streaming) los invitados ataviados con sus gorros, pantalones vaqueros, botas y cinturones de hebilla plateada, trasladamos la fiesta a la limusina que nos llevaría a la recepción. De nuevo, contradicción. Una limusina llena de cowboys escuchando Hotline Bling y marcándose unos dabs dignos del South Side de Chicago.
Si se tuviera que encasillar a esta sociedad como progresista o conservadora, sin duda me inclinaría por la última. Aunque poco a poco son más los muros y los tabús que van cayendo, hay ciertas líneas rojas como el aborto, la fé, la libertad individual, el derecho a portar armas y otras muchas hacen que el slogan «la América de Trump», un movimiento que comulga con cada uno de los decretos del presidente se convierta en una simple elección de bandos, donde, como pueden comprobar, no hay mucho margen para la duda.