El atentado del juez Giovanni Falcone inauguró una forma de actuar de la mafia siciliana desconocida hasta entonces. Aquel 23 de mayo de 1992, la Cosa Nostra lo tenía todo planeado. Falcone viajaba ese día desde el aeropuerto hasta Palermo, por la autovía que unía Trapani con la capital de Sicilia. Había estado en Roma, su ciudad natal, descansando el fin de semana, como hacía con bastante asiduidad. Regresaba al mediodía.
Él conducía el coche, con su mujer, Francisca Morvillo, de 36 años y también magistrada antimafia, a su lado, el chófer en el asiento trasero. Era un fiat blindado. Hasta la fecha, la mafia siciliana había atentado con coches bomba o empleando armas de fuego, pero nunca metiendo el explosivo bajo la carretera. El asesinato fue ordenado directamente por los míticos capos, con base de operaciones en Corleone, Toto Riina y Bernardo Provenzano. La mano ejecutora fue Giovanni Brusca, hijo de un antiguo capo, perteneciente a la mafia desde los 19 años; a esta edad ya había cometido un asesinato. Formaba parte de un escuadrón de asesinos bajo el mando directo de Riina.
Mil kilos de explosivos habían sido colocados bajo la calzada, a la altura de la salida hacia Capaci. Brusca, apostado en lo alto de una pequeña colina, tenía una visión perfecta del paso del fiat de Falcone. Accionó el detonador, provocando una potente explosión que desplazó el coche del juez a una distancia de 300 metros. Él y su mujer fallecieron a las pocas horas, así como tres de sus escoltas.