Es muy fácil saltar. Lo tengo comprobado. Porque, de pronto, el bus decide –así, por las buenas– pisar ese charquito de tres metros que tiene justo enfrente de tus zapatos negros… ¡Más majo!
O porque el día D –día de desembarcos y naufragios en tus tripas– se te olvida el tupperware de arroz blanco, jamón york y manzana astringentes. O porque te convocan a una Junta General de Accionistas y alguien decide que es preferible que te sientas invisible. Grrrrr.
Y entonces viene el cante jondo, el numerito en casa. Por una tontería, ¡zas!, saltamos. Cual muelle picadito y rebotado. ¡Y qué desproporción! Y puede que en la cama, un poco abochornados, llegue la gran pregunta: ¿Por qué nuestra familia debe pagar el pato? Why?
Mejor que inviten otros. O que la mala suerte se los lleve crudos: el pato, los zapatos, el tupperware, la Junta… Que a mí, plim. Ah, los saltos que no damos en casa. Mansa inversión para la paz doméstica.