La performance del »desarme» de ETA, prácticamente desarmada por la acción de las Fuerzas de Seguridad, persigue un fin no oculto por sus promotores: mejorar la situación de los presos. Con dos objetivos concretos: acabar con la dispersión en cárceles alejadas del País Vasco y la liberación de los enfermos.
ETA tiene en las cárceles a unos 360 miembros. 280 están en España. El resto en Francia, donde están recluidos algunos de los etarras con un horizonte penitenciario más largo.
El Gobierno de Rajoy ha sido rotundo: no habrá cesión alguna a cambio del ‘desarme’. Pero tal mensaje está siendo recibido de otra forma en el País Vasco. El presidente del PNV, Andoni Ortuzar, ha afirmado este lunes que “las cosas que suelen decir los ministros de Interior de cualquier gobierno del mundo son muy parecidas y normalmente cierran más puertas que abren”. El dirigente vasco detecta “un cierto cambio del Gobierno del PP de cara al futuro. Vamos a ir viendo cómo ese cambio fragua. Al PP y al Gobierno de Rajoy le sucede que venimos de tantos años con este tema en portada de su relato político que ahora es muy difícil cambiar y tiene que hacer pedagogía entre sus propias bases. Estoy convencido que va a haber cambios si lo hacemos de manera inteligente, con prudencia, sin mezclar desarme con presos».
El PNV reivindica una política penitenciaria. No porque haya que hacer gestos con los presos de ETA por el desarme, “sino porque -afirma Ortuzar- es bueno para el proceso de paz y convivencia y es bueno para resolver las consecuencias de 50 años de terrorismo”.
El endurecimiento de las penas
La cuestión de los presos mezcla política y ley. Uno de cada tres presos etarras está obligado a cumplir una condena íntegra que oscila entre los 30 y 40 años. Son terroristas sometidos a largas condenas. Es el caso de Igor Portu, Mattin Sarasola y Mikel San Sebastión, autores del atentado de la T-4 de Barajas, que terminó con la tregua negociada con el Gobierno de Rodríguez Zapatero. La ley no contempla para ellos la posibilidad de acogerse a los beneficios penitenciarios a las que sí pueden acogerse colegas del terror más veteranos.
El horizonte penal de los terroristas cambió en 2003. El impacto social de crímenes como los de Miguel Ángel Blanco, concejal del PP en Ermua, conmocionaron a la opinión pública y el poder legislativo acometió la reforma del primer Código Penal de la democracia. El resultado fue un endurecimiento de las penas para los casos de terrorismo, cuyo máximo se elevó de 30 a 40 años.
En ese bloque de reclusos que deberán permanecer en la cárcel un total de 40 años figuran, según informa El Correo, todos los terroristas cuyos delitos se han cometido en la última década. Es el caso, por ejemplo, de los integrantes del ‘comando Otazua’ –Iñigo Zapirain, Beatriz Etxebarria, y Daniel Pastor– autores materiales de los asesinatos del inspector de Policía Eduardo Puelles, en julio de 2009, o del brigada Luis Conde de la Cruz, un año antes. Los tres han sido condenados a más de 400 años de cárcel por ambos casos y en sus sentencias se subraya que el periodo de reclusión efectivo será de cuatro décadas. Cuando completen su estancia en prisión y salgan a la calle, todos ellos habrán superado los setenta años de edad.
Dentro de esta relación también figuran los internos en prisiones francesas, donde ahora mismo cumplen condena quienes fueran jefes de la banda como Garikoitz Aspiazu Rubina, ‘Txeroki’; Aitzol Iriondo, ‘Gurbitz’, o Luis Iruretagoiena, ‘Suni’. Todos ellos deberán permanecer casi dos décadas en cárceles galas antes de cumplir otros 30 o 40 años en centros penitenciarios españoles.
Sin medidas de gracia
Las condiciones de la reclusión de estos terroristas, un centenar, solo pueden ser modificadas por una medida de gracia del Gobierno, algo que en estos momentos Rajoy ha descartado. Se antoja increíble cualquier negociación sobre la situación de unos presos entre los que se encuentran, por ejemplo, Arkaitz Goikoetxea. Exjefe del ‘comando Bizkaia’, tuvo bajo su responsabilidad atentados con coche bomba como el de agosto de 2007 contra la casa-cuartel de la Guardia Civil en Durango o el que hizo pedazos el acuartelamiento del instituto armado en Legutiano y que costó la vida a Juan Manuel Piñuel.