Seis años de cárcel para un expresidente de la Junta de Andalucía (que a su vez lo fue del PSOE). Diez años de inhabilitación para otro presidente andaluz (que también lo fue del PSOE). Ocho años de prisión para tres exconsejeros y seis años para otra exconsejera. En total, 26 ex altos cargos de la administración socialista encausados por delitos de prevaricación y/o malversación continuada. Todos ellos deberán responder solidariamente de la devolución de 741,5 millones de euros a la Hacienda andaluza. Contundente escrito de acusación del fiscal anticorrupción.
Son las cifras del mayor caso de corrupción investigado nunca en España, por número de imputados y por la cantidad de dinero público malversado.
Corrupción institucionalizada. Es lo que convierte a fraude de los ERE en excepcional. Porque no estamos ante un ladronzuelo aprovechado de su cargo o influencia. Esta no es la historia del Cortadillo con despacho que fue Juan Guerra. Lo que desenredó la juez Mercedes Alaya es una trama de corrupción montada en la mismísima administración al amparo de un régimen de poder articulado durante treinta años de ejercicio ininterrumpido.
El monocultivo socialista tejió una red clientelar fortalecida a medida que la sensación de impunidad crecía en un poder político que se reconocía invulnerable. No es casualidad que Andalucía sea la única región española que desconoce la alternancia política.
En los autos de Alaya quedó descrito cómo funcionaba: “Estaríamos ante un sistema perfectamente establecido, en el que la concesión de ayudas se convierte en el verdadero negocio”. El poder diseña el artificio contable opaco, lo envuelve con el celofán de las “ayudas públicas” y el erario se escapa sin control regando un negocio que llega a todos: sindicatos, aseguradoras, amiguetes y a una administración que se garantiza la “paz social”. A más ayudas, más negocio y mayor estabilidad para el régimen. La Arcadia feliz del socialismo andaluz.
Responde al modelo de corrupción descrito por Cervantes, localizado precisamente en Sevilla: “Vine a entender con toda certeza que el dueño de la casa, a quien llamaban Monipodio, era encubridor de ladrones y pala de rufianes”. El fiscal confirma ahora en su auto de acusación lo que Alaya había descubierto: el gobierno andaluz diseñó un procedimiento que “de manera consciente” evitaba la fiscalización de unos fondos que, presupuestados para ayudar a los trabajadores de empresas en dificultades económicas, se repartieron “a su libre arbitrio sin procedimiento alguno» y terminaron engordando las cuentas de sindicalistas, cargos públicos, amiguetes e impostores. Todos sin escrúpulos para, bajo la justificación de la paz social, enriquecerse con el drama del desempleo en ese reino del paro que es la Andalucía convertida en patio de Monipodio.
“Pasméme, quedé suspenso cuando vi que los pastores eran los lobos y que despedazaban el ganado los mismos que lo habían de guardar…”