La esclavitud infantil sigue vigente en todo el mundo, donde 400 millones niños trabajan todavía en condiciones infrahumanas por un salario indigno. Cada uno de ellos arrastra una historia de dolor y sufrimiento, con el común denominador de haber sido arrancados de su tierna infancia para enfrentarse al lado más oscuro de la existencia.
Farras se convirtió en jefe de familia cargando ladrillos sobre su cabeza
Farras Khan Sinwari es uno de esos niños que no disfruta de uno de los derechos más básicos de la infancia: la educación. Farras trabaja, junto a sus dos hermanos de tan solo 2 y 3 años, en la fábrica de ladrillos de Karkla, a 15 kilómetros al este de Peshawar en Pakistán.
Farras ya en la preadolescencia, trabaja 12 horas seguidas fabricando y trasladando pilas de pesados ladrillos sobre su cabeza.
Sus hermanos, todavía unos bebés, son utilizados por su poco peso para girar los ladrillos sin deformarlos para que se aireen.
Hajira trabaja 14 horas diarias para comer cada dos días
Hajira, de 8 años, trabaja 14 horas diarias machacando viejas baterías hasta poder extraer la varilla de carbono para su reutilización en Dacca, capital de Bangladesh.
Familias enteras trabajan bajo una nube de polvo negro que lo invade todo.
La madre de Hajira consigue sacar y limpiar unas 3.000 varillas al día. El duro trabajo de una jornada les permite comer cada dos días.
Kong, de 11 años, vive de lo que encuentra en un vertedero
Kong Siehar, de 11 años, trabaja rebuscando en un vertedero de Phnom Penh en Camboya entre nubes de moscas, aves rapaces, un hedor insoportable y gases tóxicos de los fuegos provocados para quemar los desechos. Niños de entre 7 y 11 años descalzos se afanan para conseguir entre la basura cualquier cosa susceptible de ser vendida. El salario no llega al medio euro diario cuando encuentran algo y consiguen compradores.
El nivel de dioxinas procedentes de la combustión química de la basura y los metales pesados hallados en el metabolismo de estos chicos es la causa del creciente número de cánceres detectados.
Carlos come sólo si encuentra esmeraldas
A miles de kilómetros de distancia, Carlos, de 12 años, trabaja con su hermana pequeña y su padre filtrando con pala y tamices desechos de las minas de Muzo, a 90 kilómetros al norte de Bogotá, capital de Colombia. Buscan lágrimas verdes de Kong: minúsculas esmeraldas o polvo de ellas que se han escapado del filtro de la mina.
No cobran por su trabajo, dependen de la suerte de encontrar alguna fracción de estas piedras preciosas.
Mohammad tiene dos trabajos y gana menos de un euro al día
Mohammad Faisal Hossain, de 12 años, vive en una barriada urbana en la capital de Bangladesh, Dhaka. Su madre, la hermana menor y el hermano dependen de él para obtener ingresos. Su padre les abandonó hace años.
“Yo realmente odio este trabajo. No hay nada que se pueda disfrutar con este trabajo –es muy peligroso. Yo podría morir algún día, mientras hago esto-, no hay seguridad. También me dan ganas de ir a la escuela. Quiero ir a la escuela como los demás niños. Pero mi madre no tiene la capacidad de pago de mis gastos de educación”, cuenta Mohammad, en un relato que conmueve.
Su madre, Rokhsana Begum solía trabajar como empleada doméstica, pero se enfermó y tuvo que abandonar el trabajo. “Ahora, simplemente no puedo permitirme que continúe sus estudios. Su padre nos dejó hace unos años. No tengo más remedio que mandarlo a trabajar”, explica.
El día de Mohammad se divide en un trabajo por la mañana en el que reparte periódicos en la calle y vende mermelada en las estaciones de tren y paradas de autobús local de Dhaka. Y otro otro trabajo por la tarde en el que se desempeña como ayudante en una pequeña empresa de transporte público. Se pasa la tarde anunciando los destinos y controlando los billetes de los pasajeros. Termina el día agotado y apenas ha logrado ganar menos de un euro.
Anas, con 8 años, alimenta el horno de una fábrica de metales
Anas, de la India, tiene a su abuelo enfermo y es por eso que sueña con ser médico. Desde los 8 a los 10 años la realidad de Anas hacía imaginar que su sueño era imposible. Pasaba 10 horas al día, seis días a la semana, avivando el fuego del horno en un taller, lleno de humo en una barriada de Maradabad, la India, en el que se fundían y moldeaban metales. Por ese trabajo, Anas ganaba menos de un cuarto de dólar al día.
Durante esos años en los que soñaba con estudiar medicina para poder curar a su abuelo, Anas apenas lograba reunir una parte del dinero que demandaban las medicinas de su abuelo. También le ha quedado una marca de esos años de peligro: una cicatriz en el pie donde le quemó un metal fundido.
Nagma cosía cuentas de vidrió y se convirtió en luchadora de los derechos del niño
Nagma tiene 15 años y hoy se ríe y disfruta con sus amigos en el colegio. Pero dos años atrás, la vida de esta niña de la India era completamente distinta. Pasaba seis horas al día cosiendo cuentas de vidrio en telas en vez de estudiar. Su sueldo, menos de un dólar por día, ayudaba a mantener a su familia.
Nagma no ha olvidado todo lo que vivió y por eso se ha convertido en una gran activista en la lucha contra el trabajo infantil. “Me gustaría decirles a todos los padres: no hagáis trabajar a vuestros hijos, hacedles estudiar como yo. Yo quiero tener éxito en la vida, y vuestros hijos también, para que mañana puedan ayudaros”, afirma.
Cveti sale a robar junto a su madre y su hermana
Cveti tiene 12 años y vive junto a sus padres, tres hermanas de entre 4 y 10 años y un hermano mayor de 13, en un pequeño pueblo cerca de Sofía, Bulgaria. Todas las mañanas, Cveti madruga emocionada y sale junto a sus hermanas y su familia. A diferencia de la mayoría de las niñas de su edad la emoción no la produce encontrarse con sus amigos de la escuela. Cveti sale a robar.
La madre la lleva al tranvía, donde esta pequeña búlgara se ha acostumbrado a asaltar a los eventuales pasajeros. También se ha especializado en sacar provecho de los comercios a los que concurre mucha gente y, en el tumulto, Cveti logra obtener unas cuantas billeteras. Cuando las autoridades la incorporaron al programa de protección de derechos del niño la joven contó que el dinero que robaba estaba destinado a pagar el casamiento que su padre tenía planificado para ella cuando cumpla los 13.
Kader trabaja en la cosecha de algodón y es la jefa de la familia
El padre de Kader, una niña turca de 8 años de edad, no tiene trabajo. Su madre está prácticamente ciega. Kader y sus cuatro hermanos (dos mujeres y dos varones) trabajan en la cosecha de algodón y ayudan así a cubrir las necesidades de la familia.
Además del sacrificado trabajo en la cosecha, Kader cumple otra función fundamental en su hogar: hace todas las tareas que su madre, por la ceguera, no puede hacer.
Mili, con 11 años, limpiaba casas amenazada y no cobró durante un año y medio
A los 11 años, Mili se quedó sin su padre. Sin demasiadas oportunidades en el pueblo que vivía en Indonesia, ella y su madre se marcharon a Yakarta para buscar trabajo como empleadas domésticas.
Mili encontró rápidamente un empleo en Bekasi, un suburbio de Yakarta, pero separada de su madre. Al principio, su empleadora, que estaba embarazada, era amable con ella y la trataba como si fuera de la familia. Pero, después del nacimiento de su hijo, se volvió muy dura y Mili tuvo que soportar constantes insultos. Recibía gritos todo el tiempo, y se sentía inútil y rechazada y pasó un año y medio sin recibir ningún tipo de remuneración.
Braulio fue apaleado en la mina cuando cayó enfermo
En La Rinconada, Perú, son muchos los niños que tienen un destino casi asegurado: trabajar en las minas. Braulio, de 14 años, es uno de ellos. Desde muy joven se dedicó a transportar pesadas cargas de mineral. Alternaba ese trabajo machacando piedras.
“Un día no me sentía bien, estaba muy cansado y me caí varias veces mientras trabajaba. A la salida de la mina mi carretilla se volcó y todo el mineral se cayó. El encargado me estaba mirando, y por ello me pateó duramente”, cuenta el joven peruano.
Koli, la empleada doméstica que sueña con estudiar
“Me gustaría estudiar. La vida no puede ser sólo lavar la ropa y la vajilla. Quiero ir al colegio”. La frase pertenece a Koli, una niña de 16 años procedente de Sundarban, al oeste de Bengala, en India. Koli trabaja como sirviente doméstica y jamás ha ido al colegio.
Tolu, con 13 años, se fue de Nigeria en busca de educación y recibió golpes y amenazas
Los padres de Tolu insistieron que su hija, cuando cumplió 13 años, fuera de Nigeria al Reino Unido para recibir una buena educación. Sin embargo, cuando llegó no pudo ir al colegio, sino que tuvo que trabajar en casa y cuidar a los tres niños de la familia con la que vivía, una nigeriano-británica acomodada, que no paraba de pegarle y de burlarse de Tolú. “Era como estar en la cárcel. En Nigeria no teníamos mucho, pero por lo menos tenía mi libertad”, señala.
Después de 2 años, la familia por fin inscribió a la niña en un colegio, pero solo pudo ir una noche a la semana, y al no poder concentrarse para estudiar después de todo el trabajo doméstico que tenía que hacer, no aprobó los exámenes. Por fin, con 19 años de edad, escapó de la casa después de recibir una grave paliza y solicitó asilo en el Reino Unido.
El padre de Nora permitió dos veces que fuera esclavizada
Nora ahora tiene 22 años y las carencias que ha tenido a lo largo de su vida dejan en evidencia que no se ha desarrollado correctamente. De muy niña, cuando su madre murió, se sintió abandonada por su padre, quien jamás se interesó por ella.
Un día, una mujer apareció en su casa en un pequeño pueblo de Marruecos y se la llevó sin ninguna explicación. Durante tres años la mantuvo cautiva como empleada doméstica, hasta que logró escapar. Sin embargo, el remedio fue peor que la enfermedad. Cuando se reencontró con su padre, éste la envió a trabajar con otra familia en Agadir, cerca de Marrakesch. Nora trabajo en una casa donde realizaba todas las tareas domésticas y cuidaba a los dos hijos de la familia.
Después de ésa, trabajó en otras siete viviendas y, cuenta, muchas veces intentaron abusar de ella. “Saben que si nos hacen algo no pasará nada, nadie dirá nada, no habrá juicio, ni quejas…”, explica.
Por una deuda de su padre, Roshni, de 10 años, pasó años en un taller de alfombras
Roshni es una niña de 10 años que vive en un pueblo de la región Thar, en Pakistán. Tras sufrir problemas financieros, su padre se vio obligado a pedir un préstamo a un patrón y tuvo que dejar a Roshni, a su hermano y a su hermana trabajando en el telar de alfombras del prestamista-patrón.
“Quería recibir educación a toda costa y convertirme en médico. Desafortunadamente, esto no ocurrió. Trabajamos muy duro en el telar, de sol a sol. Al principio fue muy difícil tener que estar sentada tanto tiempo, pero ahora ya estoy acostumbrada. Después de trabajar en el telar durante ocho meses mi sueldo por día de trabajo es de 40 rupias (menos de 40 céntimos de euro). También hago un poco de bordado por la noche. Todos mis ingresos van destinados a cubrir los gastos de los nueve miembros de mi familia. Siempre intento hacer lo que puedo para ahorrar un poco de mis ingresos y poder ayudar a uno de mis hermanos pequeños con sus estudios. Sin embargo, hasta ahora no he podido ahorrar nada para mi hermano pequeño. Aun así, intentaré hacer algo por él si puedo”, cuenta Roshni.
Ikram, con 12 años, comía las sobras y solo la saludaban los perros
Ikram, de Marruecos, tiene 12 años. A los 8 se fue de su casa porque su padre era violento y su madre no reaccionaba. Ikram recuerda que su padre, que tenía otra mujer y muchos hijos, trataba mal a todas las niñas. Los hijos varones podían ir a la escuela, pero las mujeres no tenían derecho a nada.
“Así que en cuanto pude, me fui. Estuve en unas cuatro o cinco casas diferentes. Todas iguales. Trabajar, trabajar, trabajar todos los días, sin descanso. Siempre vigilada, encerrada. Poder ducharme sólo a veces, comer las sobras, vestir trapos, dormir sobre el suelo en la cocina. Estar sola, siempre, todos los días. Los perros son los únicos que me saludan. Le he pedido a la señora que, por favor, me pague. Al principio había dicho que me pagaría pero desde que trabajo aquí no he recibido nada, y de eso ya hace varios meses”, cuenta Ikram.
Un día, la pequeña intentó redoblar la apuesta y le dijo a su ‘empleadora’ que si no le pagaba se marchaba. ¿El resultado? Le tiró de los pelos y la amenazó con denunciarla a la policía por robo.
John, de 13 años, trabaja en una cantera por un dólar al día
Rosemary Wangui se ocupa de 13 niños. Cuatro son suyos, cuatro son de una hermana que simplemente desapareció un día, y cinco son de su segunda hermana, que murió de SIDA. Cómo hace Rosemary para mantener a esta gran familia que depende tanto de ella, es realmente increíble. En un país con un índice de desempleo del 50%, es un milagro que encuentre algún empleo.
John Njenga, el hijo mayor de Rosemary, tiene 14 años de edad. A veces trabaja en una cantera cercana ganando un dólar por día. Dejó la escuela durante el último trimestre del noveno año, después de la muerte de los padres de Rosemary, y un año después falleció su hermana. Por ser el mayor era él quien tenía que aportar el ingreso a la familia. Tenía 12 años de edad.
La niña paraguaya que era explotada sexualmente por su propia madre
R.R tiene 10 años de edad. El 30 de noviembre de 2002, un comerciante de Ciudad del Este la encontró en la esquina de Adrián Jara y Pampliega. Eran aproximadamente las nueve de la noche cuando esa persona la encontró en una de las partes más concurridas de la ciudad.
Estaba muy sucia, vestida con pantalones y un pulóver y llevaba unas zapatillas de estilo japonés. Cuando la encontraron, tenía aproximadamente 12 dólares de los Estados Unidos en sus bolsillos, que eran el fruto de su “actividad sexual”. Hacía ya 48 horas que no regresaba a la casa de su madre, y temía hacerlo ya que no había alcanzado “el objetivo” que ésta le había fijado.
Ezequiel, de 5 años contrajo cáncer y murió por trabajar con agrotóxicos
Ezequiel fue explotado en una empresa avícola de Argentina desde los 5 años de edad. Allí contrajo cáncer, producto de la manipulación de agroquímicos y murió al año siguiente.
El propio Ezequiel reconoció en un vídeo de agosto de 2008 que trabajaba de remover el guano de las gallinas y manipular el veneno provisto por la empresa que distribuye huevos a grandes cadenas de supermercado.
Según la denuncia de una ONG, el niño y su familia (tiene dos hermanitos más chicos y su mamá está embarazada) llegaron a Buenos Aires en 2007, traídos por la empresa que los contrató. “Fueron reclutados en Misiones a fines de 2007. Estaban en situación de pobreza extrema y para traerlos se les prometió trabajo estable, casa, comida y traslado. Cuando llegaron a la granja La Fernández, de Pilar, se dieron con que había siete galpones, con 20.000 gallinas en cada uno. Aparte de recolectar los huevos tenían que limpiar la sangre y el guano de las gallinas manipulando venenos. El padre de Ezequiel tenía una deuda con la empresa a cambio del trabajo y la casa, para eso tenía que hacer todo el trabajo de un galpón él solo, una tarea que tendrían que atender 5 o 6 personas. La única forma de cumplir era trabajando toda la familia”, explicaron desde la ONG que denunciaron el hecho.
Mende Nazer, el símbolo del trabajo esclavo doméstico
Mende Nazer, cuyo nombre significa “gacela” en su idioma natal, hoy es una adulta consustanciada con la lucha contra el trabajo infantil. Nació en las montañas Nuba, al sur de Sudán. Tenía 13 años cuando una noche de 1994, mientras todos dormían, varios hombres irrumpieron con cuchillos y pistolas en su poblado.
Mataron a los padres que protegían a sus familias, secuestraron a las mujeres y a los niños y devastaron el lugar. Entre aquellos niños se encontraba Mende, a la que violaron salvajemente.
Pocos días después, Mende, fue vendida a una familia rica de la capital de Sudán, Jartum de la que se convirtió en esclava durante siete años. Allí dormía en un cobertizo frío y sucio, encerrada con llave y vestida con harapos. Sólo salía para trabajar 18 horas diarias, alimentándose de las sobras. Era llamada »yebit», un cruel insulto árabe que significa literalmente »muchacha que no merece tener nombre» y los malos tratos eran frecuentes.
En 2000, su ama la mandó a Londres, a la casa de su hermana que estaba casada con un diplomático sudanés. En aquella ciudad europea, Mende, que no conocía el idioma, escuchó en una tienda hablar su propia lengua, lo que hizo posible que contara su caso y lo denunciara. Su historia impactó en el Reino Unido y fue reflejada en el libro ‘Esclava’, que ella escribió junto al periodista Damien Lewis.