La decisión de Bill Gates de abandonar la presidencia de Microsoft con 58 años ha provocado sorpresa y asombro en algunos empresarios y altos ejecutivos españoles. ¿Cómo es posible dejar a esa edad el pináculo del gigante de la tecnología que él mismo fundó y que ahora, 38 años después, capitaliza 305.000 millones de dólares en Wall Street?
En España, 25 de las 35 empresas del Ibex tienen presidentes mayores de 60 años. Hay 14 que tienen 67 años o más y 11 que están entre los 60 y los 67 años. En treinta sociedades del Dow Jones, sólo dos presidentes superan los 67 años y otros 15 están entre los 60 y los 67. No hay tantos presidentes ni consejeros delegados por encima de los 60 años en el Eurostoxx 40, aunque la media del grupo sube gracias al peso de la edad que aportan las cúpulas de las empresas españolas que forman parte de ese índice.
Los presidentes y altos ejecutivos de las empresas suelen dejar el cargo porque dimiten o abandonan, porque se jubilan o porque les echan. Cada empresa es singular y, por eso, la continuidad de los altos cargos no debería ser una cuestión única y exclusivamente vinculada a la edad. En la variedad está el gusto: hay presidentes que llegan muy jóvenes y salen jóvenes –normalmente obligados por su incapacidad–, los hay que no se jubilan nunca y una tercera especie de emprendedores, llegado el caso, creen que su empresa necesita una cabeza más joven, como Amancio Ortega, fundador de Inditex, que en 2005 entregó los trastos a Pablo Isla y en 2011 la presidencia. También hay presidentes que se resisten a desvelar quienes son sus delfines o a establecer un mapa claro y nítido de la organización que quieren dejar en herencia. Prefieren las especulaciones o los rumores a las preferencias del mercado por la publicidad de las previsiones anunciadas con anticipación.
Bill Gates es un ejemplo a seguir porque casi todas las decisiones que ha tomado desde que lanzó Microsoft a bolsa (1986) responden a procesos abiertos, transparentes, respetuosos con los accionistas y previsibles para los inversores. Los analistas más curtidos de Wall Street saben, por ejemplo, que Gates planeó hace mucho tiempo vender todos los años unos 80 millones de acciones de su compañía. Si cumple el plan como hasta ahora, en 2018 ya no tendrá ningún título. En agosto de 2013 se anunció que el consejero delegado Steve Ballmer (57 años) dejaría la empresa en el plazo de un año y se abrió la puerta a que el propio Gates pudiese abandonar la presidencia. Heidrick & Struggles recibió el encargo de buscar y seleccionar el nuevo ejecutivo.
Es público que se ofreció el puesto, entre otros, a los primeros espadas de Ford, Qualcomm, Nokia y alguna gran empresa más, aunque finalmente, mucho antes de cumplirse el año de plazo, el elegido fue Satya Nadella (46 años), un hombre de la casa. También sabemos a qué dedicará el fundador de la firma el tiempo que va a ganar a partir de ahora: Gates será asesor tecnológico de Microsoft y se concentrará más si cabe en gestionar los 35.000 millones de dólares de presupuesto anual de la fundación que comparte con su mujer Melissa, con la que impulsa proyectos de investigación y desarrollo para los más desfavorecidos.
Hay que rendirse a la evidencia: casi todo en este caso destila un gran sentido común, una lógica de mercado maduro y una envidiable práctica de buen gobierno corporativo. En España, hemos sido testigos de cómo presidentes de bancos y cajas en activo –algunas hoy desaparecidas– han incumplido y han reformado a su favor los sedicentes códigos de buen gobierno que ellos mismos habían inspirado años antes para alargar edades de jubilación, alterar la duración de los cargos, y hasta cambiar de responsabilidades con el objetivo de seguir a toda costa en el machito y respirar dos, tres o cinco años más de oxígeno en lo alto del organigrama.
Causan asombro estas conductas particulares y el silencio cómplice que en muchos casos las rodeaba. Provoca estupor que el supervisor del mercado, la CNMV, donde esos códigos estaban registrados, no moviera ni una ceja ante semejantes decisiones cargadas de discrecionalidad y oportunismo. ¿Cabe imaginar algo similar en Wall Street o en la City de Londres, en las que tantas veces dicen mirarse las empresas españolas? Una excepción que confirma la regla, no por modesta menos trascendente y valiosa: Mapfre. La aseguradora, tras la muerte de su fundador, Ignacio Hernando de Larramendi, ha cumplido exquisitamente en el mercado de valores español con los plazos de jubilación de sus presidentes y con la transparencia en los protocolos de nombramiento. No es tan grande como Microsoft, no es tan influyente, y no sabemos si sus horizontes serán tan grandiosos como la empresa tecnológica norteamericana pero, emulando a Bill Gates, es también en el Ibex 35 una singular y discreta referencia a seguir. El tamaño importa poco. Lo importante es que cunda el ejemplo.