Fue el séptimo presidente de los Estados Unidos. Cuando accedió a la Casa Blanca ya no quedaban con vida ninguno de los Padres Fundadores, salvo Madison. Los americanos estaban huérfanos de líderes y pusieron sus ojos en él.
Sin formación académica, militar de éxito, voluntarioso y de pocas lecturas. No las necesitaba. Él entendía a la gente. Sabía cómo hablarla. Y se la ganó con su verborrea contra las élites de Washington. ¿Les suena? El primer populista de la democracia americana. También el primer socialdemócrata (cuando aún la socialdemocracia no había nacido siquiera). Su gobierno fue el de las muchedumbres.
Diez mil hombres le acompañaron a Washington para su toma de posesión. Una marea humana que Henry Clay describió así: “Esos espectros descarnados, enclenques y hambrientos, que llegaban desde los pantanos, los bosques y todos los puntos de la Unión, se apiñaban en los comedores de beneficencia, o se deslizaban en medio de las sombras del crespúsculo en las habitaciones de la mansión presidencial y clamaban con rostros cadavéricos: ‘Queremos pan, queremos que el Tesoro nos proteja, queremos nuestra recompensa’”.
El 4 de marzo de 1829, cuando el “campeón del pueblo” concluyó su discurso inaugural, la gente se abalanzó sobre él. Ahí estaban, recuerda Javier Redondo Rodelas en su libro de los presidentes estadounidenses, los damnificados del capitalismo industrial y financiero aclamando al ‘rey de la multitud: “Se erigió en el presidente de las víctimas frente a los privilegiados, de los obreros urbanos frente a los capitalistas, de los agricultores frente a los tiburones del dinero volátil”.
La banca, Washington, el Departamento de Guerra y el conjunto de sus enemigos eran “la gran prostituta de Babilonia”. La prensa hostil lo denostaba valiéndose de lo que él llamaba sus “trompetas de la ira”.
No persiguió a los inmigrantes (al fin y al cabo Estados Unidos era entonces una nación de inmigrantes), pero exterminó a los cherokees traicionándoles en el “sendero de las lágrimas” camino del destierro de Oklahoma, y acabó con los semínolas cuando estos decidieron hacerle frente.
Para los hombres de su gobierno, la política no era filosofía. Ellos encarnaban al pueblo y no necesitaban referentes intelectuales. Eran demócratas, gente común. Y se levantaban sobre el voto popular para combatir la corrupción que imperaba en la casta de Washington. Sus adversarios políticos se burlaron de ellos representándoles con la figura de un burro, el mismo que hoy sigue siendo el símbolo de Partido Demócrata.
Sobre él dejó escrito Paul Johnson: “Fue una de esas personas voluntariosas y seguras de sí mismas a quienes no les molesta lo más mínimo que la mayoría de los ‘expertos’, los ‘bienpensantes’ y la intelectualidad se opongan a sus más profundas instintivas convicciones”.
Ejerció la presidencia de forma agresiva. Extendió el poder presidencial hasta límites entonces desconocidos porque entendía que era la presidencia, más que el Congreso o los tribunales, quien verdaderamente representaba la voluntad popular. Fue un autócrata en una democracia joven.
Su nombre es Andrew Jackson. Presidió los Estados Unidos entre 1829 y 1837.