Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, Perú, 1964) está con justicia considerado uno de los mejores narradores de nuestra generación, tiene una obra amplia tanto en el género de la novela (Los años inútiles, El año que rompí contigo, La paz de los vencidos, Un millón de soles), como en del cuento (Cuentario o La noche de Morgana).
Radicado en España desde 1991, el conjunto de su obra se ha editado íntegramente en nuestro país en la prestigiosa colección de narrativa de Alfaguara. Quedaban dispersos algunos cuentos escritos en revistas y ahora se han recogido por la editorial Albatros de Ginebra.
Con frecuencia los historiadores y críticos, los apasionados de la clasificación, quienes que parten de lo dado, estrategia inútil a la hora de enfrentarse con la literatura de verdad, han calificado la obra de Benavides en los estrechos límites del realismo, en el ámbito de la generación de narradores de entresiglos, la que seguiría de manera más o menos epigonal la estela de los Vargas Llosa y los Ribeyro. Y no es que la prosa de Benavides no se haya conformado remotamente en el estudio de esos autores, pero no sólo ni exclusivamente.
En Viaje de vuelta, me ha llamado la atención un guiño que quizás sorprenda en parte hasta al propio escritor, pero que a mí me parece más que notable, sobresaliente. Me refiero al hecho fabuloso de que el último cuento, titulado El Ulysses de Joyce, sí, con doble ese, se refiere por tanto inequívocamente a la magna obra del autor irlandés, contenga la historia de un escribiente, Noriega, otro Bartleby que haría las delicias de autores como Enrique Vila-Matas o Agamben, pero que en realidad el genio del ilustre ciego se halla escondido en el cuento inmediatamente precedente, es decir en La noche de Morgana.
¿Ha sido consciente de esto el autor? Importa poco, pero animo al lector a pasearse por esa noche en la que apenas al final asoma por un instante incierto la claridad del cielo limeño, y comprobará con auténtico placer estético que el autor ha dialogado en el sentido más fecundo de este término con el monólogo interior que cierra y que abre el Ulysses de Joyce.
Con perdón, pero ¿a quién le importa si ese hada Morgana pasea por una Lima en estado de preguerra civil, si lo hace en Tebas la de las siete puertas o, como de hecho ocurre, en buena parte por la noche oscura de su alma, de sus miedos, de sus deseos y de las presencias que le persiguen.
La noche Morgana merece figurar en cualquier antología del relato peruano, hispano o universal. Como todas las grandes creaciones parte más que de una anécdota de una imagen. Hay que haberla sentido, antes durante y después del acto mismo de escribir para reflejar la riqueza de vida hacia dentro y hacia afuera que desborda un texto como éste.
Texto y subtexto, libro escrito y libro no escrito, sugerido, texto abierto a mil intertextualidades (de La cenicienta que pierde un zapato a Los Muertos del propio Joyce en que la noche cae sobre vivos y muertos no sólo por la dimensión trascendente sino, antes que nada, por medio de la política, de la polis), que no hubiera sido posible si el autor no conociera como pocos la multiplicidad de las técnicas narrativas, las posibilidades inmensas de la combinación del estilo indirecto libre con la técnica del narrador onmisciente.
¿Lo aprendió en Vargas Llosa? Tal vez. Y éste lo aprendió en Virginia Woolf y en Flaubert, y estos en Hardy, en Sterne y en Crevantes, y así podríamos seguir hasta las auroras de dedos de rosa que despuntan en los amaneceres y en las playas de Homero.