A Oscar Wilde le tachan a menudo de frívolo y antisistema. Su descarada extravagancia fue –es cierto– un desafío a las correctas poses victorianas. Pero se habla muy poco de la hondura tan seria que adquirió al final de su vida: esa profundidad que solo llega después de haber sufrido mucho. Sus obras De profundis y La balada de la cárcel de Reading son territorio sagrado: dos catedrales levantadas sobre las piedras de la sabiduría y el dolor.
A veces el pasado se parece a un perro rabioso. Porque hay una puerta. Y detrás de esa puerta, empiezan a ladrar como locos los miedos, los remordimientos, los errores propios y ajenos que nos desangran. Y todo se revuelve. Somos los hijos de la ira de nuestro pasado. Y entonces no tenemos más remedio que querernos y que querer a los demás así. Es una cuestión de identidad. “Negar las experiencias propias es poner una mentira sobre los labios de la propia vida”, dice Wilde.
Amalia Bautista expresa la misma idea en unos versos geniales de su libro Falsa pimienta: “Quise llegar a ti limpia del todo, / ser la pureza extrema, ser lo único / limpio sobre la tierra y en tus brazos. / Lo quise, lo quería, pero no lo logré. / Mi manera de amarte vino de todo aquello, / de tanta suciedad y tanto poso, / y debemos estar agradecidos”.