Don Juan de Austria fue el general español de la batalla de Lepanto y por tanto uno de los grandes héroes de nuestra historia. Fue un héroe trágico, su aura brilló durante una década y se apagó en aquel infierno de Flandes que fue la tumba de tantos hombres valiosos de su época. Juan de Austria era el hermano bastardo de Felipe II. Nació del amor esporádico del rey, Carlos I, con Bárbara Blomberg, una joven adinerada de Ratisbona. La joven fue casada con un alto funcionario y el vástago seguido de cerca por los hombres del rey, hasta que al cumplir los cinco años fue enviado a España junto al séquito de su hermanastro, que regresaba de un viaje por la tierra de su padre.
Durante dos años don Juan vivió en Leganés con el nombre de Jeromín y bajo el cuidado de un violinista flamenco llamado Frans Massi. Después fue adoptado por un militar cortesano, Luis de Quijada, y por su esposa, que educaron al muchacho tan bien como pudieron. Con Carlos I ya retirado en Yuste, el joven Jeromín acudía a visitarlo frecuentemente y aunque no quiso reconocerlo en vida, el monarca le tuvo afecto y dispuso en su testamento que le fuese allanado el camino para una vida honorable, a ser posible en la Iglesia.
Felipe II fue advertido del testamento de su padre y quiso conocer a su hermanastro, a quien aceptó de buen grado y llevó a vivir a la corte, abriéndole todas las puertas salvo la del trono, un derecho vetado para los hijos bastardos. Jeromín fue llamado desde entonces don Juan y pudo completar su educación con una formación digna de un rey. Don Juan, el infante Carlos y Alejandro Farnesio fueron educados juntos en la corte y a los tres se les conocía como los tres príncipes.
Aunque su padre había dispuesto que tomase los hábitos, don Juan se inclinaba más hacia la espada y mostró desde muy joven una predisposición guerrera fuera de lo común. En 1565, con Malta sitiada por las hordas turcas, don Juan cabalgó hasta Barcelona, dispuesto a embarcarse allí para liberar a los caballeros de Malta. Tenía sólo veinte años y fue detenido por las tropas realistas y devuelto a la corte, pero la anécdota ejemplifica bien sus ansias de gloria y la relación que mantuvo con su hermanastro. Mientras uno se embarcaba en las empresas más temerarias el otro trataba de detener su ardor guerrero, ya fuera para poner algo de cerebro en su joven ímpetu, ya fuera para que sus logros no oscurecieran al propio monarca.
Sobre el sentimiento de envidia o rivalidad que Felipe II pudiese tener hacia su hermano se han escrito ríos de tinta – como hipótesis, surgió varios siglos después – aunque las posibilidades de que fuesen reales son remotas. Felipe II era un rey legítimo, el más poderoso de su tiempo y por tanto estaba por encima de todos los hombres de su época. Pensar que pudiese sentir algo parecido a la envidia por los éxitos de uno de sus caballeros es como pretender que el presidente de una gran compañía envidie a su mejor vendedor o que el presidente de un equipo de fútbol recele de su goleador.
Además, el trono de España estaba vetado para don Juan debido a su condición de bastardo y puestos a buscar un sucesor – una situación que se convirtió en real al fallecer el infante don Carlos en 1568 – el rey prudente jamás hubiese optado por su hermanastro, pero no por pueriles rivalidades sino por el propio carácter del joven, voluble, mujeriego y poco proclive a la reflexión. En efecto, don Juan de Austria reunía notables cualidades que le convertían en uno de los jóvenes más brillantes de su época.
Era atlético, apuesto y bien proporcionado, buen jinete, hábil espadachín, consumado estratega y valiente hasta la temeridad, además de estar dotado de un inigualable carisma para el mando. Sin embargo sus dotes eran, por así decirlo, más militares que políticas. Don Juan podía convertirse en el mejor de los generales del rey pero carecía de prudencia y templanza para ser un buen gobernante y de hecho, jamás contó con suficientes apoyos entre la nobleza como para ser tomado en serio como aspirante al trono.
De su ardor guerrero no existía la más mínima duda y si el rey Felipe detuvo su ansia en 1565, sí le permitió acudir tres años más tarde a sofocar una rebelión de moriscos en Granada, donde su brillante actuación le daría el almirantazgo de la flota de Lepanto. Bajo la autoridad de don Juan se unieron los ejércitos de los marqueses de Mondéjar y Los Vélez, que hasta entonces habían hecho la guerra por su lado, y aunque inició su andanza de forma titubeante, pronto impuso su caudillaje entre las tropas y consiguió dirigirlas y enardecerlas hasta expulsar a los moros de las Alpujarras.
La victoria de Don Juan de Austria en Granada tiene más mérito del que parece puesto que las tropas que dirigía no eran ejércitos regulares como los Tercios, que paseaban sus glorias por Europa, sino hombres ajenos a la guerra y reclutados para la ocasión, más propensos al pillaje que al sacrificio de una guerra abierta. La guerra de las Alpujarras fue especialmente dolorosa para nuestro héroe ya que en ella perdería a su padrastro, don Luis de Quijada, leal soldado del rey que le había educado desde los siete años.
La hora del destino
El imperio otomano era desde la caída de Constantinopla la gran amenaza de la cristiandad europea. El sultán turco había unificado el Islam como anteriormente hicieran los califas de Damasco y su poderío alentaba a la piratería berberisca que asolaba el comercio mediterráneo. Los mahometanos habían tomado los Balcanes y navegado por la línea del Danubio hasta la misma Viena, dominaban el Mediterráneo oriental y su expansión amenazaba cada vez con más temeridad los dominios de los monarcas europeos. No en vano, Solimán II había sitiado la isla de Malta, baluarte estratégico del Mediterráneo, aunque los caballeros de la Orden de San Juan pudieron defender la isla prodigiosamente, recibiendo ayuda tardía de la Armada española.
Al caer Chipre, ciudad asociada a la Liga Veneciana, los cristianos del sur de Europa supieron que era el momento de hacer frente al sultán en batalla abierta, para lo que crearon la Santa Alianza, promovida por el Papa Pío V, Felipe II y la república de Venecia. La Santa Alianza dispuso para la ocasión de una flota sin precedentes, formada por unas 200 galeras y 35.000 soldados. España pagaba las tres quintas partes, Venecia los dos quintos restantes y el Papa pagaba de su bolsillo a 3.000 infantes y aportaba una cantidad económica.
Don Juan fue nombrado comandante supremo de la flota y en contra de la opinión dominante, que aconsejaba limitar la misión a la vigilancia de las costas italianas, se lanzó a la persecución del turco adentrándose en la parte oriental del Mediterráneo. La cercanía de la flota turca dispuso a los hombres para la batalla la noche del 6 de octubre.
La flota turca y la española estaban a la par en número de soldados y quizás era un poco mayor la turca en número de galeras y también en embarcaciones ligeras (fustas, galeotas, fragatas y bergantines). A cambio, los españoles tenían una mayor potencia de tiro aunque la diversidad de su flota – había galeras genovesas, saboyanas, maltesas, venecianas, napolitanas, españolas… – dificultaba la homogeneidad del ataque, ya que no todos los navíos eran igual de maniobrables. En ese sentido, las embarcaciones otomanas eran más ligeras y parecidas entre sí.
La mañana del 7 de octubre de 1571, la Santa Alianza se adentró en el golfo de Lepanto y desplegó allí su flota en una formación de águila, aguardando después al enemigo. Aquella formación alargada con tres núcleos en el centro y las alas permitía dispersar el fuego enemigo y disponer de tres ejes de ataque con suficiente poder que podían converger en un movimiento de tenaza.
Cerca de las ocho de la mañana la flota turca asomó por el horizonte, acercándose en su clásica formación de media luna. Don Juan de Austria arengó a sus hombres, después se arrodilló y musitó una oración. Tras unos minutos de contemplación, sonaron las trompetas y rompió el fuego. La artillería española castigó el centro de la formación otomana hasta romperla pero al dispersarse, el general turco Alí Bajá ordenó un movimiento envolvente que casi aprisiona a los aliados en un fuego cruzado. Sin embargo don Álvaro de Bazán reparó en la estrategia y envió todas sus reservas a detener el ala más abierta, empujando con el resto de la flota a los turcos hacia la costa.
En esta estrategia se distinguió el valor de don Juan de Austria, que arremetió con su nave ‘La Real’, contra el centro de la formación otomana. ‘La Real’ y ‘La Sultana’ – las dos naves capitanas – chocaron estrepitosamente y la batalla se convirtió en un terrible cuerpo a cuerpo que terminó con el abordaje español y la cabeza de Alí Bajá clavada en una pica. Vencida la confrontación en el centro, los españoles fueron ganando terreno y desarmando al resto de las galeras, logrando la victoria final hacia las cinco de la tarde.
La batalla fue de las más cruentas que se recuerdan. Los turcos perdieron 30.000 hombres y quince galeras, mientras que 190 fueron capturadas y sólo dos decenas lograron huir. Los españoles perdieron nueve barcos y cerca de 8.000 hombres, a lo que sumaron otros tantos heridos de diversa consideración. Entre ellos había un joven arcabucero, herido en el pecho y en su mano izquierda, que habría de quedar manco para siempre, pero que daba por buena la pérdida convencido de que aquella batalla fue “la más alta ocasión que vieron los siglos”. La lesión no le impediría escribir años después la novela cimera de nuestras letras, ‘Don Quijote de la Mancha’.
La tumba de Flandes
Tras la victoria de Lepanto, don Juan de Austria se convirtió en el caballero más famoso y brillante de su tiempo. Su fama era tan enorme que el mismo Pontífice llegó a pedir para él un reino propio, creando en el joven unas expectativas que erosionaron su relación con Felipe II, que le negaba incluso el tratamiento de Alteza que su padre había previsto para él. Don Juan se dejó embaucar por un plan rocambolesco para invadir Inglaterra que pretendía expulsar a la reina y casar a don Juan con su prima, la reina católica de Escocia, María Estuardo, a quien Isabel mantenía prisionera.
Fue entonces cuando falleció el gobernador español en Flandes, Luis de Requesens y el monarca, al que le urgía pacificar aquella región, decidió enviar a su hermano como nuevo gobernador y figura diplomática del primer nivel. Don Juan fue informado de la decisión en Italia, pero en vez de presentarse urgentemente en su nuevo destino decidió viajar a España y comunicarle al rey sus planes personalmente. Aceptaba el puesto – aunque no de buena gana – pero una vez tomase posesión se lanzaría a la conquista de Inglaterra empleando todos los ejércitos de Flandes. Felipe II escuchó pacientemente a su hermano insistiendo después en que pacificar los Países Bajos era una misión prioritaria. La operación inglesa podría ponerse en marcha después.
Para negociar aquella paz vital, don Juan tenía orden de plegarse a cualquier condición salvo el catolicismo y la obediencia al rey. Todo lo demás era negociable. La posición del nuevo gobernador se debilitó sobremanera cuando al llegar a su destino supo que un batallón español, amotinado por los atrasos sin recibir, había saqueado salvajemente la ciudad de Amberes dejando miles de muertos a su paso y disparando aquella leyenda maldita de la ‘furia española’. Don Juan se vio obligado a firmar el Edicto Perpetuo doblegándose a todas las reivindicaciones flamencas, incluso a la de retirar sus tropas y abandonar las fortalezas, quedando prácticamente indefenso a cambio de ser reconocido gobernador. Como el propio Felipe II sabía – de ahí lo extraño de su elección –, don Juan no tenía alma de político, no dominaba los tiempos de las negociaciones y le humillaba plegarse a tantas condiciones sin luchar.
En cualquier caso el Edicto distaba mucho de ser ‘perpetuo’ y las tensiones se hacían evidentes, tanto de un lado como del otro. Los calvinistas más fanáticos renunciaron a la tregua religiosa y don Juan de Austria decidió hacer regresar a parte de sus ejércitos, pidiendo la ayuda de su sobrino, Alejandro Farnesio, y los tercios de Italia. Al mando de sus viejas tropas don Juan escribió otra página gloriosa en la batalla de Gembloux, donde el general español optó por una confrontación directa confiando en el empuje y el valor de los suyos, que sorprendió a los ejércitos flamencos.
La victoria fue meritoria pero en ningún caso definitiva. La falta de recursos impedía enlazarla con un avance sobre Bruselas y cuando las mieles del triunfo se disiparon la situación de don Juan seguía siendo igual de agónica: rodeado de enemigos, en medio de un avispero, con el plan que traía fracasado y sin tropas con las que defenderse.
Poco después de aquella victoria el gobernador cayó enfermo. Se habló de tifus y de sífilis y tampoco se descartó el envenenamiento. Bien pudo morir de abatimiento, olvidado en aquella tierra hostil, tan cerca y tan lejos de su sueño inglés. Murió a la edad de 31 años, tras una década de gloria y aún con la precocidad marcada en el rostro. Su cuerpo fue desmembrado – para facilitar su transporte –, repatriado y enterrado en El Escorial, como corresponde a los príncipes, en un entierro solemne con exequias propias de la realeza.