Nadie puede negar que si Maradona es una leyenda en Argentina, donde tiene incluso su propia religión, fue en gran medida porque restituyó el honor de la patria al vencer, con una actuación sublime, a la Inglaterra de Thatcher cuatro años después del desastre de las Malvinas. Maradona marcó el primer gol con la mano – ‘la mano de Dios’, dijo, y la mitad de los argentinos le creyeron – y en el segundo tomó el balón en el centro del campo y enfiló la portería regateando a todo el que trató de pararle. Con esa cachaza tan argentina, Héctor ‘el Negro’ Enrique, se quejaba en el vestuario: “¿es que nadie va a felicitarme por el pase?”. Lo había dado, efectivamente, pero en medio campo, cuando la portería sólo se intuía allá en la distancia y el camino estaba atestado de ingleses.
Más tarde, haciendo virtud de su papel secundario, Héctor Enrique llegaría a decir: “Con el pase que le di, si no hace gol es para matarlo”. Marcó el gol, deshaciéndose de seis rivales, aunque la verdadera polémica vino por su gol con la mano, que entonces no reconoció y del que nunca se disculparía. “A veces siento que me gustó más el primero, el de la mano. Ahora sí puedo contar lo que en aquel momento no podía, lo que en aquel momento definí como la mano de Dios. Qué mano de Dios, ¡fue la mano de Diego! Y fue como robarle la billetera a los ingleses, también”, escribió Maradona en su libro de memorias ‘Yo soy el Diego’. Para el escritor uruguayo Mario Benedetti, aquel gol de Maradona con la ayuda de la mano divina fue hasta el momento “la única prueba fiable de la existencia de Dios”.
Para Jorge Valdano, ambos goles muestran las dos formas de ser argentino. “En el primer gol muestra la trampa, eso que en Argentina se conoce como picardía criolla o viveza. Argentina es un país donde el engaño tiene más prestigio que la honradez. Pero también tiene otra cara, la del virtuosismo y la habilidad. En el segundo gol Maradona corona el partido con una obra de arte. Es la habilidad, la gambeta, la nuestra. Otro elemento de prestigio en el fútbol argentino, donde se da más importancia a saber gambetear que a saber pensar”, dijo Valdano en el veinte aniversario del gol.
Valdano reconocía que la guerra de las Malvinas estaba en la mente de todos desde el mismo momento en el que se conoció el cruce con los ingleses. “Todos decíamos que nos centrábamos en lo futbolístico, pero resultaba inevitable asociarlo con la desgracia de la guerra. La memoria estaba fresca y había millones de argentinos pensando en eso. Yo temía que la marea informativa pusiera el partido en otro lugar, pero nos concentramos en no apelar a la violencia, en tratar de no distraernos con esa historia que nos aplastaba a todos”. En efecto, el partido tuvo la tensión de unos cuartos de final de un Mundial, pero no hubo ninguna muestra de violencia en el campo, no así en las inmediaciones del estadio, donde ambas aficiones hicieron la guerra por su cuenta.
El héroe de aquella tarde, Diego Armando Maradona, sí fue consciente de lo que Argentina se jugaba, al menos viendo su hazaña en perspectiva. “Era como ganarle a un país, no a un equipo de fútbol. Si bien nosotros decíamos, antes del partido, que el fútbol no tenía nada que ver con la Guerra de las Malvinas, sabíamos que habían muerto muchos pibes argentinos allá, que los habían matado como a pajaritos…Y esto era una revancha, era recuperar algo de las Malvinas. Estábamos defendiendo nuestra bandera, a los pibes muertos, a los sobrevivientes…».
Un partido que termina en invasión
La guerra del fútbol, como la bautizó Ryszard Kapuscinski, comenzó con un enfrentamiento a doble partido entre las selecciones de Honduras y El Salvador. Ambos países mantenían una fuerte tensión a causa del problema migratorio que llevaba a los campesinos pobres de El Salvador a instalarse en tierras de Honduras cercanas a la frontera. En 1969, Honduras inició una reforma agraria que pasaba por expropiar a los salvadoreños de unas tierras que reclamaban para sí los famélicos agricultores hondureños. Este hecho provocó el regreso masivo de los salvadoreños en unas condiciones de extrema precariedad, lo agravó las relaciones fronterizas entre dos países que veían en el odio al vecino una forma de distraer sus problemas internos.
En ese contexto, la casualidad quiso que ambos países se encontrasen en la fase de clasificación para el Mundial de 1970. El partido de ida, en Honduras, se saldó con una victoria local por 1-0. Los hondureños marcaron en el último minuto y una hincha salvadoreña, en un rapto de histeria patriótica, se pegó un tiro en la sien, desolada por aquella humillación nacional. Los ánimos estaban tan crispados que aquello se confundió con heroísmo y se le ofreció a la mujer un funeral de Estado, con presencia del presidente, ministros y la selección de fútbol al completo.
El partido de vuelta fue de una tensión insoportable. A los jugadores les acosaron durante toda la noche para que no pudieran dormir, rompiendo a pedradas los cristales del hotel y lanzándoles ratas muertas. Honduras perdió 3-0 y su presidente, que había llegado al campo en un carro blindado, casi agradeció el marcador.
Sin embargo eran tiempos en los que no existía el ‘goal average’ y hubo que disputar un tercer partido en terreno neutral. Fue en México y El Salvador ganaría 3-2 en un partido vibrante. Nada más terminar, las tropas salvadoreñas invadieron Honduras iniciando una guerra breve y cruenta que se prolongaría duraría seis días y que costaría 6.000 muertos entre ambos bandos.