Carlos Sainz Junior está a punto de seguir la estirpe de excelencia en el mundo de la velocidad estrenada por su padre hace más de dos décadas en el Campeonato del Mundo de rallies. Aunque su hijo ha optado por la velocidad de la Fórmula 1, siempre con más focos y púrpura que los rallyes, tendrá difícil igualar lo conseguido por su padre. Más allá del sempiterno fantasma de gafe que le acompañará después de sus últimos años, Sainz llegó a lo más alto en su disciplina.
El principio de los años noventa no era un terreno abonado para que los deportistas españoles llegaran a lo más alto en su deporte. El país todavía no había renovado sus estructuras y la generación de los Gasol, Nadal, Casillas, Xavi o el balonmano no pasaba de ser un anhelo. En ese contexto, imperaba la generación espontánea, y ahí apareció Sainz, que se proclamó campeón del mundo del rally en 1990 y 1992. Además de estos dos entorchados, fue cuatro veces subcampeón y en cinco ocasiones terminó tercero. En 2008, ganó el prestigioso Dakar.
El inseparable ‘gafe’
El espectacular palmarés de Carlos Sainz podría ser mucho más brillante de no ser por varios incidentes puntuales en la última carrera del Mundial que le apartaron cruelmente de la gloria.
En 1989, se rompió la transmisión de su coche a falta de dos tramos para el final de la última prueba. Tenía el título en la mano.
En 1991, en el rally de Gran Bretaña, la junta de la culata de su Toyota le impidió revalidar el título. En el mismo escenario, pero en 1994, se produjo una salida de la carretera en la última etapa que le privó del título. “La cagamos, Luis”, le dijo a su copiloto. Un año después, la aparición de una oveja que se cruzó delante de su coche le obligó a abandonar.
Pero el más celebérrimo (y desgraciado) episodio se produjo en 1998, cuando su coche se paró a 500 metros de cruzar la línea de meta de la última prueba. “Trata de arrancarlo, Carlos”, es una frase mítica del deporte español.