Una de las historias más curiosas que nos dieron los godos tiene que ver con el rey Wamba, el último de sus grandes reyes, que fue engañado para dejar el trono por culpa de una vieja tradición. Wamba fue un rey capaz y prudente, coronado en el mismo campo de batalla donde falleció su antecesor, Recesvinto, en los campos vallisoletanos de Gérticos, pese a las reticencias del propio monarca, que creía que su avanzada edad era un impedimento a la idoneidad de su candidatura. Su negativa ya define al personaje pues era este un gesto muy poco habitual entre los godos, un pueblo donde la monarquía no era necesariamente hereditaria y por tanto era un botín ambicionado por todos los nobles principales. Cuentan las crónicas que ante las reticencias del candidato, un fogoso capitán tuvo que darle a elegir entre el trono y la muerte y ante tal elocuencia, el buen Wamba terminó por decantarse. Como no quería pasar por un oportunista, el rey pidió ser coronado de nuevo en la catedral de Toledo, donde el obispo Quirico le administraría por primera vez en nuestra historia el óleo sagrado, imponiéndose desde entonces el rito de la unción real en las coronaciones.
Wamba fue pese a su avanzada edad un rey enérgico que embridó sin contemplaciones cuantas rebeliones se sucedieron durante su reinado, demasiadas en una etapa ya de franca decadencia por culpa de las ambiciones nobiliarias y las guerras entre clanes que terminarían por provocar la caída del reino cuando otros reyes menos capaces ocuparon el trono.
En la primavera del 673, apenas un año después de ser coronado, el rey acudió a una de las habituales campañas que se libraban contra los rebeldes vascones cuando tuvo noticia de una insurrección en la Septimania, la provincia situada en la Galia narbonense que aún conservaban los godos desde la caída del reino de Tolosa. Mandó inmediatamente al duque Paulo a sofocar la rebelión para enterarse poco después que lejos de apaciguarla, tomó partido en ella sumándose a la rebelión para encabezarla. El duque Paulo recibió además el apoyo del duque de la Tarraconense Ranosindo, que llegó a sublevar las ciudades de Barcelona y Gerona. Para consumar su traición, el duque se hizo ungir como rey de la Septimania tras ser escogido en asamblea y coronado, una ofensa que el rey Wamba no aceptaría así como así.
Tan pronto como tuvo conocimiento de la traición y sin terminar su campaña contra los vascones, Wamba encaminó a su ejército hacia la Septimania con él cabalgando al frente. No le arredró llevar ya varias jornadas en guerra ni se le pasó por la cabeza regresar a Toledo para formar un ejército mayor, la afrenta habría de ser vengada en caliente. Wamba cabalgó hasta la provincia del norte pero el ansia de ajustarle las cuentas al duque no nubló su juicio. Al llegar al límite de los Pirineos, formó tres frentes que avanzaron por distintas vías, uno al oeste, otro hacia el centro y el último pegado a la costa.
En realidad, los tres frentes no eran más que avanzadillas de vanguardia para crear confusión, mientras que él los seguía de cerca con el grueso de las tropas. Su estrategia fue acertada porque pudo avanzar a ritmo vertiginoso hasta sitiar y hacer caer la ciudad de Narbona, el gran adalid del sur de la Septimania. Sin embargo el duque Paulo se refugiaba en Nimes, ciudad que habría de ser el próximo objetivo del monarca. Inasequible al cansancio, Wamba asedió Nimes con tal fiereza que la ciudad cayó al tercer día y el traidor Paulo fue entregado al monarca por sus propios hombres. Seis meses después de partir en campaña contra los vascones regresaba Wamba a Toledo con el duque Paulo preso, vestido de harapos y coronado con una raspa de pescado que hacía escarnio de su ambición como rey de la Septimania.
Desde entonces pudo gobernar con acierto Wamba, desarrollando buena cantidad de obras públicas y promulgando una controvertida Ley sobre la movilización militar que obligaba a todo ciudadano a socorrer a la nación ante un peligro inminente. Sobre sus últimos días pesa la sospecha de una abyecta conjura, pues el rey fue envenenado con una sustancia de efectos hipnóticos que le hicieron parecer moribundo. Ante la inminencia de la muerte recibió la Penitencia, sacramento que en aquella época sólo se administraba una vez y obligaba al penitente a llevar una vida ejemplar alejado de tentaciones y preocupaciones mundanas. Wamba fue tonsurado como un monje y declarado ‘velut mortuus huic mundo’ (muerto para este mundo), por lo que se vio obligado a dejar el trono y recluirse en un monasterio.
A Wamba le sucedería Ervigio, primo de Recesvinto, que por su fulgurante subida al trono todo hace pensar que estuvo implicado en la conjura. Sin embargo Ervigio sólo pudo disfrutar siete años del trono, que no fueron precisamente agradables dado el cariz que tomaba el reino y la desatada lucha de ambiciones. Le sucedió Égica y a este Witiza, cuyo enfrentamiento abierto con Don Rodrigo dejaría la península en bandeja a la invasión musulmana.