Hitler conocía perfectamente el peligro inminente de una invasión aliada al continente, de hecho había ordenado traer a su mejor general, Erwin Rommel, el ‘zorro del desierto’ de las brillantes campañas africanas que le enfrentaron al mariscal Montgomery. El jefe de la Inteligencia alemana, almirante Wilhelm Canaris, un viejo conocido de los españoles – pues pasó en la península buena parte de la I Guerra Mundial, organizando lo que serían unos modernos servicios de espionaje hasta entonces desconocidos – conocía incluso la frase que habría de avisar a la resistencia francesa, un verso del poeta Verlaine, de su Canción de Otoño, que se escuchó en la BBC el 1 de junio de 1944: “Los largos sollozos de los violines de otoño”.
Sin embargo, era mucho lo que los nazis desconocían, el día y la hora del ataque, así como el punto exacto de la costa francesa donde se produciría. Encargado de la difícil tarea de defender la extensa costa francesa, Rommel pensó que la única forma de que las mal pertrechadas tropas alemanas fuesen capaces de defenderse de un ataque a gran escala era sembrar las costas de minas. Sabía por su experiencia en África que una línea conjunta de minas y núcleos defensivos provistos de ametralladoras y cañones era difícilmente expugnable por cualquier fuerza invasora. El problema era que necesitaba una cantidad ingente de minas, decenas de millones, para cubrir un trecho de 8 ó 10 kilómetros hacia el interior, tal y como había planeado. Dada la escasez de recursos, el general optó por incrementar la densidad de las minas allí donde era más previsible el ataque, en Calais, el punto más cercano a la costa británica, así como en otros objetivos favorables como las penínsulas de Cherburgo y Brest.
Pese a la incertidumbre de la defensa, hacia finales de mayo de 1944, las costas francesas tenían desplegadas más de cuatro millones de minas y las aguas del Canal 517.000 obstáculos, 31.000 de ellos provistos de minas submarinas, para torpedear el avance de los aliados. A lo largo de 2.700 kilómetros, Rommel desplegó la conocida como ‘Muralla del Atlántico’, un conjunto de alambradas y fortificaciones defensivas que completaban a las minas. Cuando Rommel visitaba aquel perímetro, ordenaba a los soldados alemanes que le enseñaran las manos y mandaba detener a quien no tenía callos. En aquel punto de la guerra, la defensa de la costa francesa era una cuestión de vida o muerte para los soldados alemanes.
El plan de desembarcar por la costa atlántica francesa y abrir un frente occidental contra los alemanes rondaba la cabeza de los aliados desde 1942 pero empezó a considerarse como una opción viable en enero de 1944, con el ejército nazi distraído en el frente oriental. Overlord iba a ser la mayor operación anfibia de todos los tiempos, con más cinco mil barcos involucrados, ocho mil aviones y ocho divisiones en la primera oleada. Para un Churchill poco acostumbrado a la modestia se trataba de “la mayor operación jamás inventada”. Los aliados dividieron la costa francesa en cinco perímetros y le pusieron nombres en clave a sus playas. En Utah y Omaha desembarcarían los estadounidenses, en Sword y Gold los británicos y en Juno los canadienses. El Plan Aliado comenzaba con un ataque aéreo sobre la retaguardia para dejar aislada la costa. Tanto Rommel como el general Eisenhower sabían que el resultado de la batalla se dirimiría en los primeros días de combate, de ahí que los aliados quisieran despejar la zona de refuerzos, mientras que general alemán pretendía concentrar todas sus fuerzas sobre la playa, algo que sin embargo no pudo hacer porque algunos oficiales consideraban muy arriesgado dejar desprotegido el interior y optaron por diseñar una defensa escalonada.
El día D
Los servicios secretos alemanes sabían que el día D estaba cerca pero habían descartado taxativamente los días 5, 6 y 7 de junio debido al mal tiempo. Tanto es así que el propio general Rommel, al ser informado sobre las previsiones meteorológicas, aprovechó para viajar a Alemania y asistir al cumpleaños de su esposa. Sin embargo, en las costas inglesas, todo estaba listo para la invasión y el general Ike Eisenhower permanecía en su puesto, pendiente del informe meteorológico, que anunció cierta mejoría para el martes día 6. Cualquier demora significaba poner en peligro el éxito del plan, de modo que el lunes 5, a las cuatro y cuarto de la madrugada, pronunció su lacónica frase: “OK, we’ll go”, allá vamos.
La noche del 5 de junio fue tenebrosa, con apenas unos pocos claros de luna entre la penumbra. Poco después de anochecer se empezaron a oír los primeros bombardeos, mucho más constantes que de costumbre. Pasadas las doce de la noche, el ataque era ya un hecho. Los primeros en sobrevolar los puntos de desembarco fueron los paracaidistas que amparados en la oscuridad se dejaron caer para tomar los puentes y demás puntos estratégicos. Junto a los paracaidistas reales, los aviones dejaron caer dummies rellenos de arena, algunos cargados de explosivos para confundir y dispersar a los alemanes.
Aunque en realidad, las maniobras de despiste no fueron necesarias porque toda la operación aérea fue un desastre. Los aviones no supieron orientarse en la noche, las baterías enemigas contribuyeron a la confusión y los paracaidistas cayeron en zonas muy alejadas de sus objetivos. Algunos fueron abatidos en el aire o detenidos nada más aterrizar y muy pocos lograron definir sus misiones. Una de ellas, sorprendentemente exitosa fue la conocida como ‘Pegasus Bridge’, destinada a dominar el Puente Benouville y tan limpia y rápida que pareció una maniobra de entrenamiento. Los paracaidistas cayeron en el lugar exacto y aunque algunas planeadoras fueron inutilizadas por las empalizadas que Rommel había ordenado construir para evitar aterrizajes, el puente fue tomado por los aliados en cuestión de minutos.
La hora H
A las 6,34 horas de la mañana, con las primeras luces del alba, empezaron a desembarcar los soldados. El oleaje estaba tan agitado que muchos de ellos vomitaron el desayuno por la borda y otros cayeron al agua y fueron abandonados. Algunas playas fueron auténticas carnicerías, como la ‘sangrienta Omaha’, donde en el sector ‘Dog Green’ sólo un tercio de los soldados logró saltar de la barcaza y llegar a la orilla. La aviación no había hecho bien su trabajo de limpieza y las costas estaban atestadas de alemanes. La orilla, obstaculizada con alambres de espino y minas, fue la tumba de muchos de aquellos jóvenes y los que conseguían llegar a la arena se quedaban petrificados en algún montículo y no acertaban a moverse.
El general Bradley pensó seriamente en abandonar la misión pero entonces llegaron noticias de otras playas, como Utah o Gold, donde los aliados habían logrado tomar la cima y los soldados renovaron sus fuerzas y su valor. En realidad, la peligrosidad de cada misión varió mucho y mientras Utah se conquistó con menos de 200 bajas, Omaha dejó casi 5.000 cadáveres en un sólo día. El fotógrafo Robert Capa fotografió aquel horror durante algunos minutos antes de salir huyendo presa del pánico en una barca que evacuaba heridos.
La playa de Omaha fue el mayor error del desembarco. Con ocho kilómetros de longitud y 300 metros de profundidad en una suave y continua elevación, era un lugar muy favorable para la defensa. Los alemanes se apostaron en un llano a unos 50 metros de altura respecto a la costa y masacraron literalmente a los invasores. Como además contaban con cañones y piezas de artillería, los barcos no pudieron acercarse para dar fuego de cobertura y la playa se convirtió en un campo de tiro para la guarnición.
Carros ligeros anfibios y otros inventos de la invasión
Uno de los principales ingenios mecánicos creados para el desembarco fueron los tanques anfibios DD Sherman, construidos con la misión de dar cobertura a la infantería en el desembarco. Lanzados por las puertas frontales de las barcazas, tuvieron que enfrentarse a unas aguas mucho más violentas que las que habían conocido en las pruebas de flotabilidad y muchos de ellos se hundieron arrastrando al fondo a su tripulación. Sólo en la playa de Omaha, de los 30 tanques lanzados llegaron a tierra tres. El resto se hundieron en el agua arrastrando al fondo a su tripulación, que era de cinco hombres por cada tanque.
Los ingleses también inventaron el ‘Cocodrilo’, un carro de combate Churchill equipado con lanzallamas que llevaba en un remolque su propio combustible. La idea era que este tanque ayudase a abrir camino al avance desde la playa aunque tenía algunos defectos, como el cañón del lanzallamas, que estaba fijo y obligaba a girar el tanque para acertar a un objetivo lateral. Otro invento era el cangrejo, un tanque limpia minas provisto de un rodillo frontal equipado con cadenas que iba golpeando el suelo en busca de explosivos.
Otro de los ingenios inventados para la ocasión fueron los muelles flotantes Mulberry, ideados por Lord Mountbatten y construidos por un equipo de ingenieros de distintos países. Lord Mountbatten supo que el mayor problema de una invasión anfibia sería el abastecimiento de víveres, municiones y combustible y previendo que no sería fácil hacerse con un muelle natural en los primeros días del ataque, decidió construirlos artificialmente. En Normandía se levantaron dos muelles flotantes que sirvieron para desembarcar 800.000 hombres, 130.000 vehículos y 400.000 toneladas de víveres.
La inexorable victoria
La invasión de Francia fue una operación mucho más lenta y farragosa de lo proyectado que al final se concluyó por una cuestión de número. Más de un millón de aliados empujaron hacia París y los alemanes, comandados por un general Rommel que nunca tuvo el mando absoluto de las operaciones, reaccionaron con demasiada lentitud para contenerlos. Al cabo de algo menos de tres meses, los aliados lograron llegar a París, que se rindió el 25 de agosto, siendo proclamado el héroe de la resistencia, el general Charles de Gaulle, presidente provisional.
La toma de París fue un punto de inflexión en la guerra, sólo contestado por un ataque a la desesperada de los orgullosos alemanes en las Ardenas. A partir de entonces, las fuerzas aliadas tomaron la iniciativa del ataque y pusieron coto a Berlín desde el este y el oeste.
Normandía, hoy
Las costas de Normandía son hoy lugares de peregrinaje turístico atestados de museos, monumentos conmemorativos y mausoleos vinculados al desembarco. En cada una de las playas existe un monumento que explica los hechos principales que allí acontecieron. El puente Pegaso aún se conserva y muy cerca de allí sobrevive el café, hoy museo-restaurante, que dio cobijo a los heridos, repleto de recuerdos de guerra. Algunos días, cuando está muy revuelto, el mar aún escupe pertrechos de los soldados fallecidos y casquillos de balas.