En España seguimos siendo quijotes. La Junta Electoral Central ha establecido que el poder público no puede animar a los españoles a votar. En realidad ha vuelto a recordarlo, pues lleva años empeñada en que la incentivación al voto no es legal. Así que si en las inminentes elecciones europeas del domingo 25 se prevé un problema de baja participación, porque ya se sospecha que mucha gente no va a sentirse muy animada a trasladarse a su colegio electoral, no se puede intentar solucionarlo del modo como lo hacen todos los demás países de la Unión Europea, de los que somos socios. Sus Gobiernos pueden realizar “una campaña de incentivación al voto” pero el nuestro no.
Tan singular excepción procede de la interpretación que hace la Junta Electoral de la ley orgánica de 1985 que regula los procesos electorales en España. En su artículo 50.1 esta ley determina que los poderes públicos “pueden realizar durante el período electoral una campaña de carácter institucional destinada a informar a los ciudadanos sobre la fecha de la votación, el procedimiento para votar y los requisitos y trámite del voto por correo, sin influir, en ningún caso, en la orientación del voto de los electores”. Y luego deduce la Junta que ahí no cabe una invitación gubernamental o parlamentaria a votar, hecha asépticamente, sin orientación ni presión de ningún tipo hacia los ciudadanos.
Yo no dudo de que la Junta está animada por el propósito de ordenar unas elecciones impolutas pero se me permitirá dudar de que su interpretación de la ley sea la única correcta. Como la Junta es la que manda, su interpretación es la que vale, pero resulta difícil entender que animar a la gente a votar no forme ya parte implícita de la campaña de comunicación sobre la cita y el modo de participación. ¿Para qué se informa si no? De hecho, cuando se informa de una convocatoria electoral se está animando a votar, se quiera o no, con lo cual, prohibir la expresa “incentivación al voto”, por decirlo con pa-labras de la propia Junta, es un acto de fineza que raya en el absurdo.
Para llegar a esa consecuencia, la Junta hace una equiparación que es difícil de asumir entre la abstención y el voto: “la abstención –dice- es una opción tan legítima como el ejercicio del derecho de sufragio”, con lo cual está concediendo a la abstención el carácter de derecho que da la ley al ejercicio del voto. La abstención es legítima porque no existe en nuestro ordenamiento la obligación jurídica de votar –si acaso, sí un deber patriótico y solidario- pero de derecho la ley sólo habla cuando se refiere al acto de votar. Quizá solo quienes han deseado durante tanto tiempo el derecho de sufragio pueden calibrar su importancia vital, social e insustituible.
La abstención es un problema en todas las democracias, pero no llega a invalidar una elección. Hay elecciones con un 40% de participación que son tan legítimas como otras con el 80%. Las elecciones presidenciales en Estados Unidos, una democracia que nos aventaja en dos siglos, consiguen una participación entre el 45 y el 65 %. Hay muchos tipos de abstención, desde la pasiva a la inevitable (gente que no puede ir a votar, enfermos, fallecidos, errores en el censo…) y a la consciente o activa, y todo el mundo prefiere que los votantes ejerzan su derecho porque la participación electoral contribuye a vitalizar el sistema.
Todos los países de la Unión Europea animan explícitamente a sus ciudadanos a votar el próximo día 25 mediante campañas preparadas para ello. Todos menos España porque nuestra Junta Electoral dice que no es lícito. Los franceses, los alemanes, los belgas y demás conciudadanos europeos no son menos demócratas que nosotros. Más bien, muchos de ellos nos llevan una gran ventaja histórica. Esto de llamar a votar por el convocante de una elección es lo más natural del mundo, menos en España, donde hay que esperar que sean los partidos quienes suplan el vacío institucional. No sé si a algunos les parecerá que somos más listos, pero me temo que fuera de nuestras fronteras a muchos les parecerá lo contrario.