Se aprende mucho en ese lugar del mundo. Lo primero que se ve al llegar a la isla que da nombre al territorio es una especie de Manhattan, pero mucho más abigarrado, con grandes rascacielos erigidos entre la montaña y la bahía, y una parte trasera menos conocida, el puerto de Aberdeen, donde subsisten viviendas flotantes y donde es muy difícil encontrar a alguien que hable inglés. Y eso ocurría ya en los tiempos de la dominación británica, es decir, antes de 1997.
Antes y ahora, la lengua colonial solo la manejan banqueros, oficinistas y comerciantes. Incluso resulta difícil encontrar taxistas con los que poder entenderse en ella. Para andar por allí se necesita un guía o un buen diccionario que incluya la fonética de las palabras y muestre como pronunciarlas.
Otro contraste no menos llamativo es el lujo de la zona empresarial y la humildad del resto del territorio, especialmente la parte continental. Eso es lo que se ve a primera vista, porque rascando un poco sorprende por igual que durante más de un siglo pudieran convivir allí dos mundos tan diferentes. Quizá eso, además de la enorme distancia a Londres, hizo posible que la primera ministra Margaret Thatcher, que envió su ejército a las Malvinas, conviniera con las autoridades chinas, en 1984, la devolución de la colonia a China sin contrapartida alguna salvo unas cuantas promesas de incierto cumplimiento.
Gran Bretaña prometió un futuro democrático a Hong Kong
Una de las principales fue la de un futuro democrático, incluido el sufragio universal libre y directo. Pero era algo que se antojaba utópico en un Hong Kong incluido en la China comunista y, finalmente, las autoridades de Pekín lo descafeinaron totalmente hace algunas semanas dando origen al estallido actual.
Parece lógico que quienes vivieron bajo la Union Jack vieran con recelo la bandera roja de la hoz y el martillo durante los 17 años que han pasado desde el momento de la “Handover”, la entrega. Y es normal que hayan sido ellos, o sus hijos, los que han salido a la calle ahora a reivindicar aquella promesa.
Pero es igual de razonable que, por mucho ruido que hagan, una gran parte de la población, quizá la mayoría, continúe viviendo en chino, es decir, expresándose solamente en el idioma cantonés de la zona y absorbiendo los mensajes que llegan de Pekín.
Si al capitalismo, pero no a todo lo demás
La gran paradoja china, aquella de “un país, dos sistemas” que formuló Deng Xiaoping cuando negociaba con los británicos, se ha mostrado cierta en cuanto a la posibilidad de que Hong Kong continúe siendo sede de negocios multimillonarios que convienen a Occidente tanto como a China. Pero de ahí a que Pekín llegue a ceder algún día a las pretensiones de mayor democracia hay un enorme abismo.
Es curioso que uno de los líderes de la revuelta sea Joshua Wong, un joven que nació el mismo año que Hong Kong dejó de ser colonia británica. Es decir, que ha vivido sus 17 años de vida bajo la dominación china. Asegura que heredó de sus padres la pasión por la política que le llevó hace dos años a crear un grupo para dar voz a los estudiantes.
Por ello a él, más que a nadie, le ha estallado estos días la gran paradoja china. Al contrario de lo que sucedió en Tiannanmen en 1989 Pekín no ha tenido que sacar los tanques para sofocar la revuelta.
La enorme dosis de realismo que ha recibido Wong ha sido ver como sus propios vecinos se han lanzado a la calle para desmantelar una protesta que les dificulta la vida diaria, que el líder hongkonés no solo no dimite sino que envía a negociar con ellos a su número dos, y que las autoridades de Pekín se han mostrado dispuestas a esperar lo que sea necesario para que a los estudiantes se les pase el calentón y vuelvan a casa con sus paraguas.
A la mayoría de los ciudadanos de Hong Kong no les importa seguir igual que en la época de la colonia, sin votar a sus dirigentes, puesto que al gobernador lo designaba el gobierno de Londres. Para ellos, la cruda realidad que se impone es que venden menos que antes y tienen que seguir pagando los mismos alquileres. Ellos son la demostración viviente de que el capitalismo puede vivir sin democracia. Al menos en China.