Al primer ministro turco le gustaría pasar a la Historia como el Ataturk del siglo XXI, pero se enfrenta a un 2014 electoral con demasiados problemas
El escándalo de corrupción ha sido la puntilla del que ha sido, sin duda, el Annus Horribilis del primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan. Después de casi once años manejando las riendas de tan estratégico e importante país sin apenas oposición, Erdogan sufrió en verano su primer varapalo popular. Su plan de construir un centro comercial en una céntrica plaza de Estambul desencadenó protestas similares a las de la Primavera Árabe.
Aquel estallido de ira se diluyó rápidamente por falta de motivos relevantes, pero constituyó una seria llamada de atención. Aunque nada tiene que ver el caso turco con las décadas de tiranía que sufrían Túnez, Libia o Egipto, quedó claro que una parte de la sociedad rechaza la deriva autoritaria del primer ministro, paralela a la paulatina islamización impuesta por su partido a una sociedad orgullosa durante décadas de su laicismo.
Los planes de futuro de Erdogán
Aun así, con una oposición fragmentada y débil, Erdogán tenía por delante un futuro prometedor como gobernante de Turquía. Con dos posibilidades: una, intentar convertirse en agosto de 2014 en el primer presidente turco elegido en las urnas, con mucho más poder que el actual, según un nuevo sistema recientemente aprobado; y dos, forzar a su partido a modificar sus propias reglas y permitirle optar a un nuevo mandato como Primer Ministro en 2015.
En cualquier caso, cuestión de sueños, los planes a largo plazo de Erdogan incluyen mantenerse en el poder hasta el 2023, año en el que Turquía celebrará el primer centenario de la fundación de la república por Mustafa Kemal Atatürk tras la caída del imperio Otomano.
Corrupción a la turca
Pero en esto llegó la corrupción. Lo ocurrido en verano no es más que una anécdota en comparación con lo que acaba de conocerse. Un grupo de personas, algunas muy próximas a Erdogan, amañaban presuntamente con sobornos las licitaciones para la construcción de viviendas sociales. Un mercadeo millonario cuyo elemento más visible ha sido una caja de zapatos en la que el director de un banco estatal escondía 4,5 millones de dólares.
La detención de los hijos de tres de sus ministros ha forzado la dimisión de éstos y una profunda remodelación del Gobierno turco. La sociedad turca, tocada de nuevo, ha reaccionado con unas incipientes protestas callejeras que, en función de su intensidad, pueden trastocar profundamente los mencionados sueños del sultán Erdogan.
La vieja excusa del complot internacional
Hay dos pruebas claras de que Erdogan huele el peligro: por un lado, el dimitido ministro de Urbanismo asegura que el jefe del Gobierno estaba al tanto de los planes de vivienda objeto de la presunta corrupción y ha pedido públicamente su dimisión. Y dos, al malestar que le produjeron los primeros registros policiales reaccionó calificándolos de complot internacional contra el desarrollo del país. Una apelación al nacionalismo turco que esta vez puede resultarle vana.
Hablando de complot, sin embargo, entre las sombras aparece una figura, la de Fethula Gulen, un estudioso del Islám radicado en Estados Unidos que cuenta con muchos partidarios en la policía y la judicatura. Aunque su ideario político religioso no es muy diferente al de Erdogán, no sería extraño que su gente aprovechara las elecciones municipales de marzo para hacerse con puestos relevantes.
Está, por último, el actual presidente, Abdullah Gul, un anglófono al que The Economist considera mucho más capaz que Erdogan de manejar la situación tanto interna como externa. En ésta destaca la posible incorporación de Turquía a la Unión Europea. El objetivo sería 2023 y constituiría el mejor regalo para los turcos un siglo después del nacimiento de su país.