Uno de los logros que ha alcanzado Artur Mas con su locura política secesionista es la siembra de incógnitas en gente pacífica, educada y sensata. No conseguirá la separación de Cataluña por su bien, ya que es un sueño suicida, ni siquiera con amenazas como la última, la “declaración unilateral de independencia”, pero ha sacado de quicio a muchos que serían felices viviendo en un país tranquilo, ocupados en cosas serias y no en delirios. Ahora hasta las sobremesas son turbadas por el espejismo del dret a decidir y ni siquiera los seguidores del Barça gozan en paz de su juego, que ha sido trufado de política. A mí el tiquitaca no me gusta, pienso lo mismo que Franz Beckenbauer, que es un aburrimiento y, trocado el més que un club en apóstol del secesionismo, es además un vehículo para el engaño.
Tengo colegas que no escapan a la racha de inquietud que sopla desde Cataluña, tipos formados, leídos y viajados que se ven impelidos a perder el tiempo en comentar la exasperante aventura de la Generalitat. Qué pasará entre gente con menores recursos culturales y menos información. A lo mejor Artur Mas se siente feliz al saber que en Madrid, en Galicia, en Valencia y en Logroño ocupa el centro de atención. Pero debería darse cuenta de que ocupa el último lugar del ránking del aprecio. Y si un día llegara a votarse en toda España sobre el futuro de la Cataluña de Mas, experimentaría lo duro de un masivo rechazo espontáneo a su persona. Cataluña sin Mas, una Cataluña equilibrada, laboriosa y solidaria, sería aplaudida desde Finisterre hasta Canarias.
Yo les digo a mis colegas, con la esperanza de calmar su espíritu, que el Gobierno ha acertado en dos gestiones con respecto al problema de Artur Mas. La primera ha sido la de seguir tratando a Cataluña, pese al presi-dente de la Generalitat y sus compinches de la discordia, como una autonomía más, como lo que es, y de ahí se ha derivado el continuo aporte de financiación para atender a necesidades imperiosas, como pagar a los fun-cionarios, saldar deudas y demás incumplimientos de quienes tendrían que ocuparse de gobernar y no de juegos malabares. Los españoles que habitan en Cataluña no son responsables de los fiascos de sus gobernantes autonómicos y cuando hace falta, el Estado acude a su servicio. Como debe ser.
La otra gestión positiva es, me parece a mí, el recuerdo constante por Mariano Rajoy y su Gobierno de las reglas del juego democrático constitucional para que se sepa que la ley obliga a todos y que saltarse la ley convierte al infractor en un delincuente a perseguir. El viernes pasado, en la rueda del Consejo de Ministros, Soraya Sáenz de Santamaría volvió a advertir a la Generalitat con algo más de contundencia de la habitual: “El Gobierno –dijo la vicepresidenta- cumple y hace cumplir las leyes y no va a permitir actos de naturaleza ilegal”. La mención de la existencia de una línea roja que nadie puede traspasar ha dejado bien claro a Mas y sus camaradas de aventura que el Estado no va de broma.
Pero hay un aspecto en el que el Gobierno deja aún que desear. No ha hecho pedagogía –como se dice de manera un tanto cursi en el escenario político- y hay mucha gente, incluso ilustrada, que se pregunta si el Estado tendrá recursos suficientes y cuáles. Hace unos años, un arrojado periodista radiofónico interrogaba al testigo de un atraco en el que los asaltantes habían disparado varios tiros. Llevado de su ímpetu profesional buscaba grabar una sugestiva descripción del suceso y le forzaba para que le concediera una ilustración verbal definitiva:
-¿Cómo fue, cómo fue? –le insistía sin tregua.
Y tanta fue la presión que sentía el voluntarioso espectador que, moviendo el dedo índice de su mano derecha, acabó confesándole al reportero:
-Mire, el que disparó hizo así: plas, plas, plas, plas…
Recordaba yo este sucedido cuando se me demandaba con insistencia una respuesta a qué hará el Gobierno si se consuma la ilegalidad en Cataluña. Plas, plas, plas… lo arregla la Policía si es preciso. Pero esta respuesta se distingue de aquella en que no es una simple huída de la presión, sino algo previamente establecido para tan grandes ilegalidades flagrantes. Un antecesor de Mas ya acabó entre rejas. Lluis Companys proclamó en octubre de 1934 el “Estado Catalán” –como dice Más que hará él ahora- y fue encarcelado junto con su Gobierno autonómico –hay una famosa foto de todos ellos tras los barrotes- y condenados luego a 30 años de prisión.
Esa es la imagen de una solución a la consumación de un reto ilegal, antidemocrático, solución que nadie desea aunque no conviene olvidar que UPyD, el partido de Rosa Díez, pide insistentemente la suspensión de la autonomía de Cataluña. Rajoy, que se ha gastado personalmente en aplicar medidas impopulares contra la crisis económica, sabe cuál es su responsabilidad histórica, aunque no diga una palabra más alta que otra. No quiere dar pistas, pero en sus proximidades se tiene la seguridad de que no le temblará el pulso si el aturdido retador no tiene la inteligencia de aceptar las vías de salida legales y ponderadas que le ofrece. Rajoy es prudente y discreto pero no le va el pasteleo. Rajoy no es Rodríguez Zapatero.