Es agosto, tiempo de reencuentros, y un viejo conocido, trabajador habitual en prospecciones petrolíferas, me cuenta que no está de vacaciones sino “evacuado”. “¿Y eso?”.”Pues porque ya no se puede trabajar en Libia. La inseguridad es tan grande que mi planta ha tenido que parar la producción hasta nueva orden”. Su empresa, Repsol, confirma que las cosas no van bien este año en el país norteafricano, pero que todavía tiene confianza en recuperar la actividad y mejorar el rendimiento en 2015. Mi amigo lo duda, pero calla y aguarda.
Libia es probablemente el peor caos surgido de la semifracasada “primavera árabe”. Las tribus que tan bien manejaba Gadafi luchan entre sí para conseguir espacios de poder que solo conducen a un mayor fraccionamiento. Y a río revuelto, ganancia de yihadistas. Estos permanecen al acecho, a la espera del desmoronamiento total, para fundar un estado islámico. Es decir, lo mismo que ha sucedido en Siria y en Irak, donde Estados Unidos ha tenido que intervenir, “in extremis”, aún en contra de lo que tenía previsto.
El propio Obama le explicaba a Thomas Friedman, en la entrevista más significativa del verano, que no está dispuesto a tolerar que los grupos yihadistas creen un califato en la vieja Mesopotamia. Y precisamente recordaba con pesar lo sucedido en Libia, donde en su opinión había motivos para intervenir en 2011, pero donde no se hizo lo suficiente después para reconstruir una sociedad que llevaba demasiados años dominada por un dictador. Lo mismo que en Irak en 2003.
Lo ocurrido en ambos países demuestra una falta de previsión impropia de diplomacias sólidas y con solera. No tener respuesta para el día siguiente supuso para Irak una orgía de sangre en la que Estados Unidos pagó un alto tributo en vidas humanas. Pero lo peor es que, lejos de mejorar la situación, las perspectivas en ese país van de mal en peor, con grupos yihadistas que avanzan y retroceden conforme a estrategias que parecen mejor planificadas que la respuesta del todopoderoso Occidente.
De Siria mejor no hablar, porque todo indica que el dictador se va a salvar de la quema precisamente para que no ocurra lo mismo que en Libia o Irak. Bashar Al Asad es en este momento la mejor garantía para contener el avance de los islamistas radicales.
En Egipto, otro ejemplo, el viaje de ida y vuelta hacia la democracia se ha completado con una nueva versión de Mubarak después de haber sufrido los avatares de un gobierno de islamistas moderados que dejaron de serlo cuando llegaron al poder precisamente gracias a las urnas.
Es evidente que el mundo está mucho mejor sin el trío mencionado: Gadafi, Husein y Mubarak. Y mejor estaría si desapareciera del mapa Al Asad. No es cuestión de añorarlos, pero esos dictadores habían conseguido mantener, a su manera, un orden social que no debería haberse trastocado de manera tan abrupta sin pensar en el futuro.
Se invierte demasiado en costosas guerras, que además enriquecen a desalmados, y se pasa de puntillas sobre los escombros provocados sin mirar atrás. Y se proclaman victorias que no lo son, como demuestra el caos que han dejado atrás algunos vencedores. El propio Obama dice que se lo preguntará a partir de ahora: “¿Tenemos respuesta para el día siguiente?”. Es preciso estudiar bien el futuro para no tener que echar de menos a los dictadores de ayer.