Aena –con su nueva denominación Enaire- ya está en la rampa de lanzamiento para convertirse en empresa cotizada en la primera quincena de noviembre. La salida a bolsa va a coincidir plenamente con el órdago catalán, lo que no deja de ser un asunto tremendamente embarazoso a la hora de colocar un paquete del 28% del capital entre inversores muy exigentes a los que la ofensiva independentista de Mas no les hace ninguna gracia.
Hasta hace apenas un mes, está podía ser la mayor preocupación del Gobierno y de los bancos que dirigen la operación, porque todo lo demás acompañaba. Hace todavía muy poco que Mario Draghi ponía los mercados en ebullición anunciando medidas no convencionales para sacar a Europa de la depresión económica. En el Gobierno soñaban con una Europa inundada de liquidez en pleno proceso de venta de Aena.
Pero las cañas se han vuelto lanzas a una velocidad de vértigo. No es que la situación sea crítica, ni mucho menos, pero si se puede decir que la OPV de Aena se va a decidir en el escenario de mayor incertidumbre del año, con el debate sobre la tercera recesión sobre la mesa en Europa y la sensación de que las medidas del BCE no serán suficientes por sí solas para variar el rumbo de los acontecimientos.
Hay quien incluso quien se barrunta que la OPA del gestor de los aeropuertos españoles podría ser retrasada unas semanas (ya está casi cerrado el núcleo de accionistas de referencia, en el que los March y Ferrovial cargarán con el grueso de 21% que se coloca con esta fórmula) para que la operación se pueda vender sin la intoxicación del problema catalán.
El problema es que este último puede ser lo de menos si el deterioro del sentimiento del mercado continúa. En juego hay un muy buen puñado de millones de euros y el éxito de la operación que debe marcar el camino a la venta de nuevas participaciones estatales.