El 13 de enero de 2004. Uno de los presos de la cárcel británica de Wakefield es hallado ahorcado en su celda. Tiene 57 años y se llama Harold Shipman. Es el mayor asesino en serie de la historia moderna. Cumplía cadena perpetua por la muerte de 15 personas, pero lo cierto es que los informes oficiales le atribuyen 250 muertes.
Nadie se explica qué le llevó a este médico al que todos sus pacientes consideraban encantador a cometer tantos asesinatos. Un hombre que tenía una vida estable, casado y con cuatro hijo, con su propia consulta y buenos trabajos en centros hospitalarios, que sin embargo nunca reconoció sus crímenes y del que los expertos que le trataron aseguran que era un «adicto a matar».
Su modus operandi era siempre el mismo: inyectar a sus pacientes morfina hasta que morían por sobredosis. El perfil de sus víctimas: la mayoría mujeres, ancianas y en fase terminal, aunque en su amplio historial también había personas con enfermedades leves o que le caían mal. Se cree que su carrera criminal comenzó en 1970, y las conclusiones de la policía apuntaron a que la primera víctima de Shipman fue un niño.
La voz de alarma surge en 1998, cuando una colega médico detecta altos índices de mortalidad entre los pacientes de Shipman. La Policía comienza las investigaciones hasta que meses después es arrestado por el asesinato de la anciana Kathleen Grundy.
Poder sobre la vida y la muerte
En un artículo publicado por el doctor Herbert Kinnel en British Medical Journal en el año 2000, se explicaba que a la vista de la cantidad de casos sobre doctores asesinos, «parece que la profesión atrae a aquellos con un interés patológico en el poder sobre la vida y la muerte«. Y añadía que «la medicina ha producido más asesinos en serie que otras profesiones juntas».
Empezando por Jack el Destripador, que según algunas teorías podría haber sido alguna persona profesional de la medina. Y siguiendo por médicos como el doctor nazi Menguele que no sólo mató sino que realizó con personas todo tipo de experimentos aberrantes y brutales.
Y terminando con el último que ha dado la crónica negra española: Joan Vila, el celador del Olot, que mató a 11 ancianos con sobredosis. Aprovechando su trabajo como celador en el geriátrico de La Caritat de Olor (Girona) envenenó a los once ancianos suministrándoles lejía, cócteles letales de medicamentos y sobredosis de insulina.
Vila, que está a la espera de juicio y para quien el fiscal ha pedido 194 años de cárcel, ha asumido los asesinatos, pero no considera que hiciera mal: «Aunque ha asumido los asesinatos, no considera que hiciera mal:» Quizá cualquiera que se hubiera encontrado en mi lugar, delante de gente en fase terminal, hubiera hecho lo mismo. Yo he ayudado personas, pero delante de la sociedad eso no se está bien visto».