Los gatos callejeros que pueblan las calles del casco antiguo de Yida, en Arabia Saudí, parecen bucaneros que hayan sobrevivido a un centenar de abordajes. Raro era el felino que conservaba los dos ojos en su sitio: más raro aún el que no tenía varias cicatrices cruzándole el rostro.
Mi visita al centro histórico de Yida cayó en viernes, día de oración y de cierre de comercios: las callejuelas del zoco estaban prácticamente vacías. De repente, un par de mujeres protegidas de los 40 grados de calor bajo una sombrilla, pero sin la preceptiva abaya, cruzaron la calle y mi guía me dijo: “Si las ve la mutawa, pueden tener problemas”.
La mutawa es la policía religiosa de Arabia Saudí y, hasta que el nuevo monarca limitó ligeramente sus atribuciones, el cuerpo tenía la potestad de poder irrumpir en los hogares o de poder parar y registrar cada coche cuando se le antojara. Los saudíes pueden respirar ahora un poco mejor, pero sólo un poco.
Mi guía me recomienda que paremos en una tienda de comestibles y compremos un botellín de agua, no sea que el calor aplastante acabe aplastando mi despreocupación de occidental acostumbrando a caminar por las calles sin previsión de golpes de calor.
No hay mucho estímulo para una mirada de turista en ese paseo por una aparente ciudad fantasma: joyerías cerradas, escaparates apagados, lonas cubriendo puestos de venta, una tienda de ropa decorada con una reproducción a tamaño real de una locomotora de vapor… Parece una ruina post-apocalíptica a tenor de las capas de arena que cubren el armatoste.
El guía cree que me va a resultar muy pintoresca la inestabilidad de los edificios más viejos, que parecen levantados por albañiles que cambiaron radicalmente de idea a mitad de construcción: bloques que simulan (o no) tambalearse y que ahora ocupan un barrio protegido cuya conservación corre a cargo de una mezquita.
La ley es igual para todos
No sé si esa mezquita que salvaguarda la caótica memoria arquitectónica es la misma mezquita que ahora me señala el guía: