El camposanto de Holtville, a 15 kilómetros del límite entre México y EE.UU, abarca muchas tumbas de personas indocumentadas que murieron en los canales fronterizos o en el desierto. Allí descansan los que intentaron cruzar y no pudieron alcanzar su destino.
En las tumbas solo aparece John Doe o Jane Doe, que en inglés sirve para identificar un nombre desconocido de hombre o de mujer. Junto al nombre, inscrito en piedras o ladrillos, aparece una escueta cruz para señalar a estos muertos anónimos.
Engloban unas 50 hileras en las que se improvisaron fosas de tierra seca para dar cabida a todos aquellos inmigrantes que viajaron persiguiendo el “sueño americano” y que ocupan la mitad de casi 700 tumbas.
Son tumbas que no reciben visita y que son costeadas por el estado que se ve obligado por ley a dar entierro a aquellos que por diversas causas no pueden pagarlo. Las familias no preguntan por ellos, ya que piensan que cruzaron el país, y los forenses no tienen manera alguna de identificar estos cuerpos.
Los entierros de NN (no name,) en Holtville,comenzaron a mediados de los ’90, cuando aumentó el número de cuerpos y se necesitó más sitio. Alrededor de unos 180 y 280 personas pierden la vida intentando entrar por el sur, cada año, a EEUU ya que hay unas cuarenta cámaras de seguridad y más de 1.200 agentes de la Patrulla Fronteriza que vigilan noche y día un tramo de apenas 55 kilómetros.
Cada mes, el activista Morones viaja a Holtville con un grupo de estudiantes que clavan cruces de madera pintadas con colores chillones y en las que se lee una inscripción: “No Olvidados” para “mantener viva la memoria”. A Morones le preocupa que “Estos cientos de seres humanos todavía no descansan en paz. Ni servicio digno, ni pasto tienen, ni familias enteradas de que han muerto”.