En Filipinas, la vida de un defensor del medio ambiente vale menos que una onza de oro o un metro cúbico de caoba, mientras que para los guardias fronterizos el precio del compromiso a veces es el de la sangre.
La ONG Kalikasan registró 54 asesinatos de militantes ecologistas desde 2011, 18 de ellos desde la entrada en funciones en 2010 del presidente Benigno Aquino, quien había hecho de la lucha anticorrupción su principal argumento de campaña. La mayoría de las víctimas son opositores a la extracción minera y sus cadáveres fueron hallados bajo las balas de los asesinos a sueldo de las compañías y de los representantes que les dan dinero con la complicidad de los policías locales, asegura Clemente Bautista, coordinador nacional de la asociación Kalikasan. Pese a los compromisos del presidente Aquino, la impunidad perdura ya que sólo han detenido a un agente de seguridad en una mina en los dos últimos años.
La macabra contabilidad que muestra Kalikasan no incluye el tributo de los guardias fronterizos en la lucha contra los aserradores ilegales y los agricultores que sacrifican sus inmensidades verdes de cultivo. Veinte de ellos fueron asesinados desde la prohibición de la tala decretada en el territorio nacional en 2010. El asesino de una funcionaria fue detenido pero los otros siguen libres todavía, indicó la portavoz del ministerio de Medio Ambiente, Marissa Cruz.
Filipinas ya ha sacrificado el 90% de sus bosques primitivos en aras del comercio de madera y de la urbanización, una tendencia que no tiene fin si se tiene en cuenta la presión demográfica en esta región de Asia del Sudeste donde 95 millones de habitantes comparten un territorio tan grande como Italia.
Con más de 53.000 especies censadas, el archipiélago forma parte de un grupo de países llamados la «megadiversidad» donde viven las dos terceras partes de las especies animales del planeta, según la clasificación de la ONG Conservation International.
Pero el país es pobre. Los poderes públicos tienen pocos medios para luchar contra el tráfico de madera y miles de filipinos participan a esta economía destructora para sobrevivir. Para eso están dispuestos a matar.
Alex Lesber, padre de cinco hijos, es guardia forestal en uno de los más vastos bosques de Filipinas. No puede quitarse de la cabeza la ejecución de un sacerdote que denunció a los aserradores clandestinos en 2003. Sus asesinos lo sacaron de su capilla antes de apuñalarlo y matarlo en la calle. Pese a los numerosos testigos, nadie pagó por el crimen.
Lesber forma parte de una red de 2.000 guardias mal remunerados y mal equipados. Y eso sin contar que algunos guardias, aunque lo nieguen, sucumben a la tentación del dinero, pues sólo ganan por mes el equivalente a unos 200 euros.