No se trata de contar a la gente que ocupa de nuevo Tahir, sino de saber si el presidente Mursi será capaz de reconciliar a los egipcios
Aseguran los organizadores de la protesta del domingo que más de 14 millones de personas salieron a la calle en distintas ciudades del país. Los partidarios de Mohamed Mursi replican que fue elegido presidente, hace justo un año, con el apoyo de más de 13 millones de egipcios. Si a esto le añadimos que varios miles de Hermanos Musulmanes salieron a la calle en El Cairo armados de palos y bates y que en las refriegas hubo al menos dieciséis muertos, la mirada que hoy echamos sobre Egipto, basada en esos números, solo puede ser pesimista.
Pero el mayor peligro no es que el asunto derive en violencia, algo que ocurre por desgracia a menudo, sino que los militares, que estuvieron tutelando el proceso hasta el final, tengan la tentación de resolver la situación a su manera. Se trata de un riesgo que suele estar presente en toda transición política (recuérdese España sin ir más lejos), pero que, de consumarse, no haría más que empeorar la situación.
En este momento, por ello, a los datos numéricos que asaltan las primeras páginas de los periódicos habría que contraponer las poderosas razones que obligan a las partes a mantener la calma y a negociar el futuro de Egipto. Sobre todo si se tiene en cuenta que hace poco más de dos años, en Tahir, esas partes estuvieron juntas y consiguieron su objetivo de derrocar una dictadura corrupta.
Los errores de Mursi
Aceptar la presión de la calle y abandonar la presidencia supondría un nuevo error del presidente Mursi. Aunque el asunto se resolviera con una nueva convocatoria electoral, es probable que el ejército intentara llenar el vacío de poder. Alegaría que es una situación transitoria, sin duda, pero si a ello se suma la existencia de una parte de la población nostálgica de los tiempos de Mubarak, en situación de acecho silencioso, el resultado sería una vuelta a la casilla cero y tirar por tierra todo el camino andado, que, aunque errático, ha sido mucho. Y siempre se corre el riesgo de que lo temporal dure demasiado tiempo.
Mursi ya cometió el error de dejarse llevar por los más radicales de su movimiento y elaborar una Constitución de corte islamista. Y otro más serio todavía, haber intentado dotarse, el año pasado, de una serie de poderes extraordinarios que supuestamente le iban a permitir manejar mejor la situación, pero que en realidad le convertían en un faraón similar al que los egipcios acababan de destronar.
No solo no ha sabido reconciliar a las dos tendencias que surgieron de las protestas de Tahir, laica una, islamista la otra, sino que su gestión del país se ha saldado con más crisis económica y con un empeoramiento de la calidad de vida de la población, con apagones constantes, escasez de combustible y aumento del desempleo. El resultado es un creciente descontento que ha terminado saliendo a la calle con más fuerza, si cabe, que en 2011.
La enorme importancia de Egipto
A la incertidumbre de esta situación hay que añadir la importancia de Egipto como actor internacional. No solo es el país árabe más poblado, sino que se ha convertido en el paradigma de las llamadas “primaveras árabes”. De su éxito o fracaso depende, en parte, lo que pueda suceder en Siria y en otros países cuyos ciudadanos miran de cerca lo que allí ocurre.
También está en juego la estabilidad de Oriente Próximo. Dicen algunos analistas israelíes que mientras los árabes están enfrascados en lo suyo se olvidan de su conflicto con el estado hebreo. Pero no es más que pan para hoy. Israel necesita un Egipto estable que mantenga los acuerdos de Camp David, que suavice la tensión de Gaza y que no exporte malestar contra su vecino.
Como todo ultimátum, el que ha dado a Mursi la oposición egipcia lleva una carga de profundidad que puede acabar destruyendo el país.