Ahora que Estados Unidos estudia apoyar a los rebeldes sirios con armas, tras asegurar que el Gobierno de Al Assad ha empleado armas químicas, conviene recordar la historia de la colaboración estadounidense con insurgentes, cuyo mayor exponente tuvo lugar tras la invasión rusa de Afganistán.
El 27 de diciembre de 1979 los soviéticos invadieron Afganistán, instalando un régimen títere, y desplegando en el país casi 100.000 soldados para combatir a los muyahidines.
En plena Guerra Fría, Estados Unidos contempló la intervención militar de Moscú como la culminación de su política expansiva en el Tercer Mundo, ganando plazas para el Comunismo.
Los soviéticos, por su parte, consideraban que estaban protegiendo directamente los intereses de la seguridad nacional de su país. Para Moscú era evidente que el gobierno marxista presente hasta el momento en el país no podría sobrevivir por mucho tiempo, sin el apoyo de las armas y tropas soviéticas.
La preocupación de los soviéticos era que la inestabilidad en Afganistán, se extendiera a través de la frontera de 1.900 kilómetros que los afganos comparten con las repúblicas de Asia Central, entonces englobadas en la URSS.
En el otro lado del cristal, Estados Unidos consideró la invasión de las tropas soviéticas como una grave violación del derecho internacional, que suponía un desafío directo a la política americana, así como un duro golpe a sus intereses petrolíferos en la región y la seguridad de rutas marítimas vitales para su economía.
Ayuda encubierta, con socios árabes
En enero de 1980 Estados Unidos, apoyándose en Egipto y Pakistán, y con el inestimable apoyo de fondos de Arabia Saudí, comenzó a enviar de forma encubierta ayuda militar y logística a los insurgentes afganos.
Además, el presidente Jimmy Carter retiró el tratado SALT II (Strategic Arms Limitation Talks) del Senado, sin firmar aún, ordenó embargos contra la URSS, solicitó aumentar el presupuesto de defensa, instó a la creación de una fuerza de despliegue rápido (los Delta Force) para intervenir en crisis por todo el Mundo.
Carter llego a pedir el boicot de los Juegos Olímpicos de Moscú 1980. Posteriormente pasó a denunciar la invasión soviética de Afganistán como la más grave amenaza a la paz desde la Segunda Guerra Mundial.
Un capítulo poco conocido es Cyclone, la operación puesta en marcha por la CIA para frenar a los soviéticos, que habría consistido en la formación de guerrilleros en Pakistán e incluso en territorio estadounidense para desestabilizar a los soviéticos en diversos frentes.
El problema para los americanos es que, posteriormente, dicha formación militar y terrorista fue empleada contra los propios estadounidenses. El caso más famoso es el de Osama Bin Laden.
La guerra entre los afganos y la URSS duró casi diez años antes de la retirada de todas las fuerzas en 1988-1989, después de que los soviéticos quedaran agotados y desmoralizados, de manera similar a lo que le paso a EEUU en Vietnam.
Hijos del Kalashnikov
Los muyahidines fueron usando diversas armas a lo largo de los años del conflicto, de acuerdo con el suministro que les iba llegando gracias a la colaboración encubierta de Estados Unidos.
El arma que portaban mayoritariamente era el propio rifle de asalto AK-47 ruso, pero también había muyahidines partidarios del viejo rifle británico Lee-Enfield del calibre .303, ya que tenía un largo alcance y era capaz de atravesar los chalecos antibalas soviéticos.
Además del AK-47, los muyahidines usaban la ametralladora RPK (Ruchnoy Pulemyot Kalashnikova) derivada del Kalashnikov en calibre 7,62 mm, a lo que sumaban el famoso lanzacohetes anticarro RPG-7.
Claro está que, a medida que pasaron los años, y los americanos apoyaban con más envío de armas, los muyahidines incorporaron a su arsenal número de piezas de armamento pesado.
Las acciones más sonadas contra los soviéticos fueron muchas veces aquellas en las que tuvieron un papel protagonista los morteros, no sólo el clásico de »guerrilla» de 60mm, sino que emplearon piezas de 82mm y hasta 107mm.
Junto a los morteros que tanto daño causaron a los rusos, los apoyados muyahidines usaban armas antitanque sin retroceso de 82 mm, que todavía hoy día siguen siendo un quebradero de cabeza para las tropas aliadas que intentan pacificar el país. Su potencia de fuego se completaba con lanzacohetes individuales BM-1 de 107mm, y ametralladoras pesadas calibre 7,62 mm.
La amenaza del Stinger
Pero la clave para que los soviéticos llegaran a acuñar el término de infierno afgano, estaría en los medios para la defensa aérea. Desde el principio emplearon armas de calibres 12,7 mm y 14,5 mm, que aunque pueda parecer extraño resultaban sorprendentemente eficaces en las emboscadas realizadas en zonas montañosas.
Y en 1986, los estadounidenses regalarían a los muyahidines afganos uno de sus símbolos más conocidos, el Stinger. Oficialmente llamado FIM-92 Stinger, se trata de un misil portatil tierra-aire (SAM, por surface-to-air missile) guiado por infrarrojos, un auténtico cazador de helicópteros. Sobre todo del Mil Mi-24, un modelo de ataque al que los soviéticos les gustaba llamar »el tanque volante».
El Stinger, que entró en servicio por primera vez en 1981, es un diseño de la compañía estadounidense Raytheon, que lo sigue fabricando actualmente, aunque en versiones más avanzadas.
Junto a toda a esta panoplia de armamento, los muyahidines eran verdaderos entusiastas de la colocación de minas, principalmente anticarros. A causa de estos artefactos, los soviéticos perdieron 1.191 vehículos y cerca de 2.000 hombres durante el conflicto.
Aunque los guerrilleros afganos usaban minas convencionales, también eran muy dados a improvisar fabricando minas caseras. Las mismas que han sembrado de cadáveres las carreteras de Afganistán estos últimos años, calificadas por los estadounidenses como IED, siglas en inglés de artefactos explosivos improvisados.