Entre los siglo VIII y XI, Europa se vio asolada por un pueblo formidable de excelentes navegantes y fieros guerreros que atacaban las costas para esquilmarlas en atroces incursiones, practicando el secuestro, el pillaje y la piratería. Eran los vikingos, procedentes de Escandinavia y capaces de atemorizar a todos los pueblos costeros de Europa, que caían presa del pánico cuando divisaban las velas cuadradas de los ‘drakkars’ en el horizonte. Así es, al menos, como las crónicas de la época los han descrito y así sirven al relato que queremos contar pero en honor a la verdad hay que advertir que no sólo eran piratas sanguinarios, sino también activos comerciantes que pagaban sus mercancías cuando tocaba e incluso hombres de gustos refinados, amantes del lujo, del arte y de la poesía, como demuestran sus cantares épicos y sus relatos heroicos o ‘sagas’. Los vikingos también eran grandes ingenieros y estupendos navegantes e incluso su sociedad era bastante igualitaria, teniendo la mujer un papel predominante, debido a las largas ausencias de los varones.
Si su imagen ha sido la de bárbaros feroces no ha sido tanto por su salvajismo – equiparable al de otros pueblos de la época – como por su condición de infieles, que les llevaba a cometer todo tipo de profanaciones, delitos terribles a los ojos de los monjes que los relataban. Siendo un pueblo pagano, los códigos morales de los vikingos estaban en las antípodas de la moral católica y no sólo en cuanto a su falta de respeto por los templos, sino también por sus continuos abusos, justificados por una sencilla lógica de fuerza. Si un vikingo podía conseguir algo por la fuerza, lo hacía y si no podía, pagaba por ello y no veía mayor indignidad en uno u otro comportamiento.
De ahí que cuando este pueblo descubrió que las costas inglesas, las francesas y las españolas estaban llenas de riquezas y que estas eran guardadas en iglesias y monasterios sin mayor protección que la de una comunidad de pacíficos ancianos, se lanzaron a por ellas con todo derecho, de ahí que los relatos de estos monjes ultrajados presenten a los vikingos como salvajes de una maldad sin límite, como muestra este ejemplo del siglo IX.
“El número de navíos crece. La corriente sin fin de vikingos no cesa de aumentar. Por todos lados los cristianos son víctimas de masacres, incendios y saqueos. Lo vikingos conquistan todo lo que encuentran a su paso. Nadie les puede hacer frente. Han tomado Burdeos, Perigord, Limoges, Angulema y Tolouse. Angers Tous y Orleans han sido destruidas. Una incontable flota navega Sena arriba y la maldad se enseñorea del país”, relata el monje Ermentarius de Noirmoutier.
Sin embargo esta falta de ética, juzgada desde una óptica católica, no evitaba que los vikingos tuviesen también otros valores y virtudes dignos de admiración, como una enorme lealtad a sus jefes, su solidaridad hacia los compañeros de armas y su inquebrantable voluntad de victoria, lo que les ha permitido escribir numerosos episodios de heroísmo, una cualidad que siempre está presente en sus sagas y relatos.
Los vikingos eran, en definitiva, un pueblo fiero y belicoso, ajeno a las reglas éticas de convivencia pero noble de corazón e inclinado al heroísmo, lo que engrandece aún más la hazaña de aquellos españoles que tanto en el norte como en el sur les presentaron batalla, endurecidos por sus años de rivalidad en la península, hasta lograr que aquellos guerreros rubios huyeran despavoridos olvidando sus barcos en la orilla, que se consumían pasto de las llamas.
Aquellos primeros años de Reconquista
En aquel siglo IX, la península Ibérica estaba formada por dos pueblos separados por una gran tierra neutral. Al norte estaba el reino Astur, descendiente de aquel godo heroico llamado Don Pelayo que inició la Reconquista en las cuevas de Covadonga apenas cien años antes. En el sur, el emirato independiente de Córdoba, instaurado en el año 756 y regido por Abderramán II, el cuarto de los emires Omeya.
El rey de Asturias era por entonces Ramiro I, sucesor de aquel gran hombre que fue Alfonso II el Casto, quien fijó el trono astur en la ciudad de Oviedo y lideró campañas tan asombrosas como la que le llevó a conquistar la ciudad de Lisboa, a 800 kilómetros de su hogar, una hazaña que situó en el mapa aquella heroica resistencia asturiana y que alcanzó tal resonancia que llegó a oídos del gran emperador Carlomagno, que quedaría impresionado por la audacia de aquel desconocido rey.
Durante el reinado de Alfonso II se descubriría también el sepulcro del apóstol Santiago – un hallazgo que hoy en día es difícil de sostener –, autentificado por el obispo Teodomiro de Iria Flavia, que trasladó su diócesis a Compostela y elevó una catedral por orden del rey Casto, que sería además el primero de sus peregrinos.
Lejos del esplendor del reinado de Alfonso II, el rey Ramiro fue más conocido por los palacios y monasterios que se construyeron durante su reinado, en un estilo que hoy se ha dado a conocer como ‘ramirense’ y cuyo máximo exponente es el palacio de Santa María del Naranco. A Ramiro I se le llamó la ‘vara de la justicia’ por su obstinación en combatir la brujería y otros ritos paganos, contra los que impondría duros castigos, lo que habla a favor de un carácter sobrio y racional, lejos de los heroísmos de su predecesor.
Tampoco el emir Abderramán II pasó a la posteridad por su ímpetu guerrero, sino más bien por la pacificación interna de su reino, con algunos episodios de máxima severidad, y por su contribución al esplendor del emirato, de acuerdo con sus gustos e inquietudes tanto por el arte como por la filosofía y la poesía, lo que atrajo a numerosos sabios y artistas a su corte.
Curiosamente, Ramiro I y Abderramán II nunca se enfrentaron, aunque la leyenda les atribuye la famosa batalla de Clavijo, en la que se apareció el apóstol Santiago, vestido de blanco, a lomos de un caballo blanco y desprendiendo una gran luz. Según las Crónicas Compostelanas, aquella batalla enfrentó los dos reyes por la imposición de un vergonzoso tributo de cien doncellas, aunque la realidad es que no fue Ramiro sino su hijo Ordoñó quien luchó cerca de Clavijo y no fue para vengar ningún tributo sino tratando de rendir la fortaleza de Albelda ante el hijo del emir Omeya, Muhammad I.
Ni Abderramán II, ni Ramiro I fueron por tanto reyes caracterizados por su fragor guerrero y sin embargo ambos plantaron cara a aquellos fieros piratas escandinavos que sembraban de sangre y fuego las costas europeas.
¡Que vienen los vikingos!
En el mes de agosto del año 844 una expedición vikinga que venía de saquear las cuencas del Sena y el Loira arribaba en las costas de Gijón. Poco debió interesarles de aquella zona porque a las pocas horas, sin nada a la vista que robar, embarcaron de nuevo rumbo a la Coruña. La impresionante estampa de la Torre de Hércules llamó su atención y decidieron desembarcar, explorando los caminos desde Coruña a la vecina Brigantium (Betanzos) en busca de saqueos y pillajes. En torno a 120 naves y más de cinco mil vikingos dicen las exageradas crónicas que llegaron, aunque el número probablemente fuera inferior.
Enterado de que un grupo de saqueadores extranjeros deambulaba por tierras gallegas, el rey Ramiro I partió con sus huestes a su encuentro, librándose la gran batalla a los pies de la Torre de Hércules. Los vikingos, que seguramente no estaban acostumbrados a que un ejército los recibiese de aquel modo, se defendieron como pudieron pero al ver que sus bajas eran muchas, embarcaron a toda prisa y salieron de allí despavoridos, quedando el camino hacia la costa regado de cadáveres normandos. Hasta 70 naves dicen las crónicas que incendiaron en la costa los valientes cristianos, volviendo la mayoría sanos y salvos a su reino.
La derrota no arredró a los vikingos, que lamieron sus heridas a bordo y probaron mejor suerte en la ciudad de Lisboa. Sin llegar a rendirla, pudieron saquearla en rápidas razzias a ambos lados del estuario del Tajo y una vez recuperado el ánimo, saquearon también Cádiz y Medina Sidonia antes de remontar la cuenca del Guadalquivir para llegar a Sevilla. En aquella ciudad pudieron dedicarse al pillaje durante siete días, los que tardó el emir Abderramán II en ser avisado y preparar a sus tropas.
El 11 de noviembre las tropas del emir, con el eunuco Nasr y Muhammad ben Rustum al frente, derrotaron a los invasores en Tablada. Mil quinientos normandos perecieron en combate y los cuatrocientos que cayeron prisioneros fueron pasados a cuchillo por los enfurecidos islamitas. Sólo treinta naves de aquel centenar largo que asomara por Gijón apenas tres meses antes quedaban a flote para regresar a los mares del Norte, donde no habían encontrado un rival semejante.
Algunos prisioneros vikingos que no fueron pasados a cuchillo se quedaron a vivir en Córdoba y muchos se convirtieron al Islam, iniciándose con el tiempo una fructífera relación comercial entre ambos pueblos, que comenzó con el envío a Escandinavia del embajador Omeya Al-Ghazal, que permaneció año y medio con los vikingos dejando el primer estudio antropológico que los describe.
De aquella breve pero significativa incursión vikinga, sólo cabe hacer una reflexión. Las exigencias de un siglo de hostilidades entre astures y cordobeses habían endurecido tanto a estos dos magníficos pueblos de la Península, que fueron capaces rendir sin contemplaciones a los que por entonces pasaban por ser los más bravos guerreros de Europa.