El paso de la Edad Media a la Edad Moderna, entre los siglos XV y XVI, trajo consigo una nueva corriente filosófica, el Humanismo y un entusiasmo por el conocimiento que popularizó entre la sociedad el papel de las universidades. La dimensión que empezaba a tomar el estado requería el nacimiento de una nueva clase social y profesional, el funcionario, hombre necesariamente letrado y capacitado para el ordenamiento y la administración de la cosa pública. Además, al quedar arreglados los problemas internos con el fin de la Reconquista (1492) España empezó a mirar hacia fuera, por lo que a los nobles ya no les bastaba con ser fieros y leales, debían ser además hombres cultos y versados en el arte de la diplomacia y a poder ser, doctos en idiomas.
Pero sobre todo fue la nueva y enriquecida burguesía la que vio en las universidades un estupendo trampolín hacia la Corte, lo que en suma provocó que a lo largo del siglo XVI se viviese cierto ‘boom universitario’, que quizás no llegara a las 80 universidades y 256 campus de la actualidad, pero que no le anduvo muy lejos al pasar de 6 a 33.
Isabel la Católica, que había sufrido por su falta de formación – mucho menor que la de su marido Fernando, que había sido instruido por su padre Juan II y hablaba el latín – al verse privada del placer de la lectura, de conversar en las embajadas o de intercambiar misivas con el Papa, quiso que los centros del saber renacentista estuviesen abiertos en España tanto para hombres como para mujeres, si bien el parecer general era que la mujer honesta lucía más hermosa cuanto más inculta y a poder ser, sin salir del umbral de su hogar. En todo caso la reina católica era elocuente en sus deseos y fue capaz de armar en torno a su figura una corriente de amor por el conocimiento que terminó por impregnar a todas las mujeres de la Corte.
La propia Isabel tomaba clases de latín con una profesora particular, Beatriz de Galindo, apodada la Latina, que fue un talento precoz en el dominio de la lengua clásica, capaz de cautivar a las más insignes aulas con sólo 16 años. Del mismo modo, la reina se encargaba de que muchas mujeres de la Corte recibiesen clases de latín. En ese contexto, con algunos matices, se educó Lucía de Medrano, una joven de noble apellido y rotunda belleza que llegaría a convertirse en la primera catedrática de la historia, en una universidad con tanto abolengo como la de Salamanca.
Lucía López de Medrano Bravo de Laguna Cienfuegos nació en Atienza (Guadalajara) el 9 de agosto de 1484. Los Medrano, gozaron del favor de los Reyes Católicos y se dice que su linaje proviene de un príncipe árabe que se pasó al bando cristiano en tiempos del rey Ordoño. Su padre don Diego de Medrano y el suegro de este, Garci Bravo de Laguna, murieron prestando servicio a los reyes en el sitio de Málaga, lo que llevó a la reina a aceptar en la Corte a la madre viuda y a su hija primogénita. Lucía y su hermano, que llegaría a ser rector de la Universidad de Salamanca, debieron ser educados en sesiones privadas por algún profesor particular posiblemente enviado por la misma reina Isabel. En este sentido, Lucía y su hermano Luis, en contraposición a su padre fallecido en combate, encarnan bien el tránsito de la espada a las letras que vivieron muchos aristócratas durante el Renacimiento.
El recorrido que llevó a Lucía de Medrano a la cátedra de Lenguas Clásicas de la Universidad de Salamanca ha quedado oculto en la historia. Tanto, que algunos autores dudan de que una mujer ocupase tales honores en fechas tan tempranas, habida cuenta de que la primera cátedra femenina de la Sorbona la estrenó María Curie a principios del siglo XX. Sin embargo existen numerosos documentos que acreditan la realidad de su magisterio, entre ellos el del humanista siciliano afincado en la corte de Castilla, Lucio Marineo Sículo, a quien debemos además una lacónica descripción que confirma la belleza de la joven: “uenustatem, forma, sexum et aetate”, que vendría a querer decir “atractivo, belleza, sexo y edad”.
Más adelante le dedicaría palabras más apasionadas, como aquellas en las que sitúa a la joven en la cima de las letras de su tiempo, en la última de las cartas que intercambió con la catedrática: “Tu que en las letras y elocuencia has levantado bien alta la cabeza por encima de los hombres, que eres en España la única niña y tierna joven que trabajas con diligencia y aplicación no la lana sino el libro; no el huso sino la pluma; no la aguja sino el estilo”. Y en el mismo tono, un poco antes, ya advierte: “La fama de tu elocuencia me hizo conocer tu gran saber de estudios antes de haberte visto nunca. Ahora, después de verte, me resulta aún más sabia y más bella de lo que pude imaginar, joven cultísima. (…) He aquí a una jovencita de bellísimo rostro que aventaja a todos los españoles en el dominio de la lengua romana. ¡Oh felices padres que engendraron tal hija!”.
Y es que Lucía ocupó su cátedra en 1508 sustituyendo nada menos que a Antonio de Nebrija a la tierna edad de 24 años, aunque como explica con razón la historiadora Vicenta María Márquez de la Plata, era “edad suficiente en aquellos tiempos en que la vida era más corta y todo tenía que hacerse antes”. Y si Lucía hablaba con elocuencia de los clásicos latinos, también lo hacía de otras materias como el Derecho Canónico, sobre cuya ciencia dio una lección magistral en noviembre de 1508, tal y como atestigua el rector de la Universidad de Salamanca, Pedro de Torres.
Aunque sorprenda que una mujer tan joven pudiese hablar con soltura tanto de clásicos latinos como de Derecho Canónico no debe hacerlo ya que el conocimiento multidisciplinar era habitual entre los eruditos humanistas.
Si no se ha conocido mejor el genio de Lucía de Medrano quizás fuese porque falleció joven, sin tiempo quizás de dejar una obra que la recordase. Por el testamento de su madre, fechado en 1527, sabemos que Lucía no la sobrevivió, lo que la sitúa en el mejor de los casos en 44 años de vida. Tampoco dejó descendencia, lo que sugiere una vida consagrada al estudio.
Al inaugurarse en Salamanca el Instituto que lleva su nombre en 1943, se mencionó un breve e impreciso perfil, leído por el entonces ministro de Educación, José Ibáñez Martín: “A propuesta del Claustro del INEM de Salamanca, femenino, este Ministerio ha resuelto que dicho Instituto sea designado con el nombre ‘Lucía de Medrano’ denominación que estimulará las ansias de superación científica de los alumnos y contribuirá a la par a destacar esta figura egregia de la filología renacentista española y lumbrera de la Universidad salmantina en el Siglo XV”. Años después, cuando el centro cambió de edificio en 1968, el ministro de entonces le preguntó al rector de la Universidad, presente en el acto, quién era aquella mujer que ponía nombre al colegio, pregunta que quedó en el aire sostenida por un vergonzoso silencio.