Era un 20 de octubre como cualquier otra hasta que saltó la sorpresa. ETA anunciaba «el cese definitivo de su actividad armada» tras 43 años de terror donde robó su vida a 828 inocentes. Un paso histórico, pero solo el principio de un previsible fin.
El anuncio llegaba a un mes de las elecciones generales, tres días después de la Conferencia de Paz de San Sebastián. Ahogada por la lucha antiterrorista, en medio de su última tregua, y presionada por los mediadores internacionales, ETA pedía una solución negociada a la «confrontación armada» con los gobiernos de Francia y España.
No fue una declaración de disolución ni de entrega de armas, pero sí de intenciones. Tres activistas con el rostro cubierto y txapelas delante de un cartel con el anagrama de ETA. El del centro lee un comunicado en castellano que anuncia «el cese definitivo de su actividad armada».
La banda, que se autodenomina «organización socialista revolucionaria vasca de liberación nacional», afirmaba que la declaración que salió de la Conferencia de Paz «reunía los ingredientes para una solución integral del conflicto».
Otro de los puntos clave de aquel texto reclamaba a los gobiernos de Francia y España que se prestasen a un diálogo para tratar «las consecuencias del conflicto»: el futuro de sus presos, que exigen una «amnistía completa», y la repatriación de sus miembros fugados a Francia y Sudamérica, el desmantelamiento de sus «estructuras»… los mismos puntos que plantea en el comunicado hecho público este domingo.
«Estamos ante una oportunidad histórica para dar una solución justa y democrática al secular conflicto político», declaraba.