El 16 de julio de 2012 se conmemoraron los 800 años de la batalla de las Navas de Tolosa, la más grande librada en la España medieval y que dejó tan tocados a los invasores almohades que si no se terminó en aquel siglo XIII la Reconquista fue precisamente porque los grandes reyes cristianos que vinieron después – Fernando III el Santo y Jaime I el Conquistador – quisieron emplear su inmensa vitalidad en empresas más acordes con su elevado espíritu, en vez de culminar un trabajo cuyos hitos más notables ya estaban escritos. Las Navas de Tolosa fue el escenario del enfrentamiento más importante de su época, tanto que muchos años después, aquella batalla crucial entre el Islam y los reinos cristianos de la península, con tintes de auténtica cruzada, fue conocida simplemente como la Batalla, como si ninguna otra pudiese encarnar de mejor forma aquel nombre. Y eso que los hechos históricos que precedieron a la batalla no fueron los más propicios para hacer frente a la temible amenaza almohade.
El siglo XIII trajo a la península Ibérica una estructura política dividida que se dio a conocer como los cinco reinos, donde Portugal, Castilla, León, Aragón y Navarra, mantenían una paz tensa sujeta con alianzas puntuales y rota en ocasiones por viejas rencillas territoriales o dinásticas. Atrás quedaban los fallidos intentos de unión entre Castilla y Aragón que malograron Alfonso I el Batallador y doña Urraca, así como el dominio hegemónico de un Alfonso VII el Emperador, último símbolo de la vieja legitimidad visigótica depositada en el trono de León y que hacía de la Reconquista una misión común de los reinos cristianos. El tratado de Tudillén dejaba constancia escrita de aquella división amistosa en constante equilibrio de fuerzas al establecer unas líneas fronterizas dentro de las cuales cada reino podía expandir libremente su Reconquista.
Ante este panorama, los reinos de Castilla y León pugnaban por una hegemonía que ninguno le concedió al otro, Portugal se mantenía al margen, Aragón se vio envuelto en las guerras albigenses a cuento de su afán de expansión por el Mediodía francés y Navarra litigaba con Castilla y Aragón por más tierras y más dignidades. Demasiados enfrentamientos entre hermanos para atender a la potencia dominante del Islam, los almohades, que al mando del califa Al Mansur cruzaban el Estrecho y amenazaban la frontera castellana por el sur. Alfonso VIII, receloso de sus aliados cristianos, acudió solo a combatir y recibió el último gran varapalo cristiano en Alarcos, la mayor victoria del Islam en España, según sus cronistas. Ni Alfonso IX de León ni Sancho VII de Navarra acudieron en auxilio del rey castellano e incluso, temerosos, prefirieron unirse a los almohades para protegerse ellos y seguir debilitando a Castilla, ante la mirada atónita del Papa Celestino III, que llegó a excomulgar al monarca leonés por sus devaneos con el enemigo musulmán.
Durante años, los reinos cristianos siguieron combatiendo por sus intereses territoriales, dañándose entre ellos a base de incursiones militares en los reinos limítrofes. Navarra y León competían con Castilla por extender sus fronteras, Portugal se enfrentaba a León por el mismo motivo y Aragón se aliaba con Castilla contra Navarra al tiempo que defendía sus intereses en Francia. Para colmo de males, cuando los reyes peninsulares trataban de arreglar sus desavenencias con alianzas matrimoniales, el Papa las deshacía por defecto de parentesco, ya que todos aquellos reyes descendían del tronco común de Sancho el Mayor y Alfonso el Magno. Hacia el año 1198 y aprovechando una tregua con León, precisamente a cuento del enlace de su primogénita, la infanta Berenguela, con Alfonso IX, Alfonso VIII de Castilla decidió poner fin a sus disputas con Sancho VII el Fuerte y aliado con el rey aragonés, despojó a Navarra de Vitoria y Guipúzcoa. Adheridos a la corona castellana desde principios del siglo XIII – Vizcaya era ya señorío castellano desde 1076 –, las provincias vascongadas obraron con lealtad y perfecta comunión de intereses, primero hacia Castilla y después con respecto a España, hasta bien entrado el siglo XIX, pese a quien pese hoy.
Mientras los reinos cristianos se conducían de esta forma, en el horizonte se cernía una amenaza terrible. El nuevo califa almohade, Muhammad al Nasir, conocido en España como el Miramamolín – nombre que le quedó por la mala pronunciación del título que prefería, ‘amir al muminin’, que significa príncipe de los creyentes –, ha partido desde Marrakesh con rumbo a la península al mando de un ejército poderosísimo, un cuarto de millón de guerreros rumbo a Tarifa, una cifra que va creciendo con el reclutamiento de soldados almorávides y voluntarios de las taifas por las que pasa el califa. Ya en la península, Miramamolín rinde la fortaleza de Salvatierra, defendida por una heroica Orden de Calatrava que resistió heroicamente 55 días, y amenaza con arrasar a su paso todas las fronteras de la cristiandad.
La pérdida de Salvatierra prendió en toda la península la llama de la cruzada, alentada por la inquieta labor del arzobispo de Toledo, Rodrigo Jiménez de Rada, cuya figura se agranda en estas fechas al mediar con autoridad entre los príncipes españoles para que dejasen atrás sus rencillas y presentasen batalla unidos frente a la amenaza islámica. Alfonso VIII de Castilla está preparado para liderar la revancha de su afrenta en Alarcos y a pesar de sus recientes enfrentamientos, Sancho VII también acude a la llamada, al igual que el fiel Pedro II de Aragón, que sería héroe en las Navas para morir un año después en Muret por culpa de aquella herejía cátara que él, fiel devoto de Roma, se había visto obligado a defender.
El incansable Jiménez de Rada siguió preparando la guerra, viajó a Roma para obtener nuevas bulas que permitieran aumentar los recursos y recorrió Francia, Italia e incluso Alemania, predicando la cruzada y reclutando caballeros para la cristiandad. Pero con todo su poder de persuasión, Jiménez de Rada no logró convencer a Alfonso IX de León, el gran ausente, junto al rey portugués, de una victoria que los trovadores cantarían durante siglos. Fue un personaje extremo, el rey leonés, que tanto por sus aciertos como por sus errores pudo pasar a la historia. Aciertos como la convocatoria de las Cortes de León en 1188, a las que añadió un nuevo estamento para convertirlo en el primer parlamento de Europa que contó con la representación del pueblo a través de una serie de procuradores escogidos en los burgos y ciudades. Mucho antes de que Alemania (1232), Francia (1302) o Inglaterra (1265) ensayasen algo parecido a una rudimentaria democracia, la Curia leonesa daba voz a las reivindicaciones del pueblo permitiéndole discutir de igual a igual con el clero y la nobleza ante la presencia del rey. En el lado de los errores, basta citar – y no fue el único – la deshonrosa ausencia de los pendones leoneses en lo que habría de ser la gran cruzada de occidente.
Los cruzados ultramontanos abandonan la Batalla
Desde la primavera de 2012 fueron llegando a Toledo caballeros cruzados de toda la cristiandad. Las huestes más numerosas eran las castellanas, con cerca de 60.000 hombres, al frente de los cuales cabalgaba el rey Alfonso VIII. Venían después aragoneses, catalanes y navarros bajo el mando de sus monarcas, Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra, aportando unos 30.000 soldados más. El resto de tropas, formadas por cruzados provenzales, franceses e italianos, caballeros de Calatrava y de Santiago, templarios y hospitalarios, así como leoneses y portugueses que a título personal quisieron participar en la batalla, llegaban a los 20.000. Al otro lado de Despeñaperros esperaba el califa Miramamolín con más de 250.000 hombres. Los cruzados partieron en tres grupos, uno de vanguardia, formado por los cruzados extranjeros con el señor de Vizcaya, Diego López de Haro, al mando; le seguían aragoneses y navarros comandados por Pedro II de Aragón y cerraba la retaguardia el rey castellano con sus hombres. Al paso por Malagón, los cruzados de ultramontes rindieron la fortaleza y pasaron a cuchillo a toda su guarnición, operación que no pudieron repetir en Calatrava porque lo impidió el rey castellano, Alfonso VIII, partidario de respetar la vida y las posesiones del enemigo rendido. Esta costumbre española, iniciada por el Cid y continuada por Alfonso I el Batallador, indignó a los cruzados extranjeros, acostumbrados a combatir la herejía albigense con mayor dureza y que esperaban obtener un botín por sus esfuerzos, de modo que el 2 de julio abandonaron la expedición dejando que la Batalla se convirtiese en un asunto español.
La Batalla
Con la deserción del contingente extranjero, el bando cristiano perdió en número pero ganó en disciplina. Las primeras escaramuzas se produjeron al llegar a Despeñaperros. Los contingentes de vanguardia constataron que las fuerzas del califa habían estudiado bien la zona y esperaban en posición ventajosa, controlando el estrecho paso de La Losa. Cruzar por aquel desfiladero suponía dejar los ejércitos desguarnecidos y en manos del enemigo, pero nadie conocía otra forma de cruzar la sierra y presentar batalla. Entonces apareció un pastor, de nombre Martín Alhaja, que dibujó en el cráneo de una vaca un sendero por el que, monte a través, podían rodear la cordillera y salir por un lugar llamado la Mesa del Rey, que les permitiría hacer frente a las tropas musulmanas en campo abierto. Por su ayuda decisiva, aquel humilde pastor recibiría una recompensa e iniciaría el linaje de Cabeza de Vaca, que daría nombres tan ilustres como su descendiente Alvar Núñez Cabeza de Vaca, uno de nuestros grandes conquistadores y cuyas increíbles peripecias contaremos algún día en este espacio.
Agrupados en la Mesa del Rey y obligando a su adversario a cambiar de frente, los cristianos se dieron un día antes de atacar. La madrugada del día 16, formaron por fin, con las huestes castellanas en el centro, flanqueadas por Sancho VII a su derecha y Pedro II a su izquierda; Diego López de Haro y la caballería de las órdenes militares cerraban la retaguardia. Miramamolín quiso hacer de la batalla una repetición de Alarcos, pero esta vez el enemigo traía mayores efectivos y estaba preparado. El ataque inicial, sostenido por las huestes castellanas, hizo saltar la vanguardia almohade y abrió brecha en sus bien posicionadas tropas. Enfurecido, el califa lanzó al grueso de sus tropas en un ataque total que equilibró en el acto la contienda e hizo flaquear a los cristianos. Los almohades ganaban terreno, pero Alfonso VIII tenía aún una carta que jugar, su poderosa retaguardia aún no había entrado en combate. Según recogen las crónicas, el rey castellano se puso al frente de la caballería y al grito de “¡vencer o morir!” guió a sus hombres a través de las líneas enemigas en un movimiento convergente que secundaron desde las alas Pedro II y Sancho el Fuerte con sus tropas. El empuje fue tan poderoso en los tres frentes que abrieron las filas enemigas como tres navajas afiladas, llegando hasta la misma tienda del califa, rodeada por un cerco de cadenas sostenidas por esclavos negros. El rey de Navarra fue el primero en llegar al cerco, rompiendo con su propio acero las cadenas de protección. El califa salió a la fuga despavorido y los restos de su ejército vencido le siguieron de forma desordenada. Por el acto de valor del rey Sancho VII, apodado el Fuerte, el escudo de Navarra adoptó las cadenas como parte fundamental de su heráldica.
La batalla de las Navas de Tolosa dejó al ejército almohade muy tocado y su amenaza fue debilitándose en franca decadencia. Las bajas musulmanas fueron cuantiosas y el botín que se cobraron los cristianos, enorme. Pero por encima de todo, la Batalla fue la última ocasión en que la Reconquista se escribiría desde la solidaridad de los reinos cristianos, con aquella idea imperial leonesa centelleando por última vez. Y mientras aquellos valerosos reyes ganaban gloria en el campo de las Navas, el rey leonés Alfonso IX, el gran ausente de las Navas y a quien las crónicas musulmanas apodaban ‘el baboso’, iba acrecentando su indignidad al aprovechar la guerra para atacar cobardemente varias fortalezas castellanas en la frontera leonesa. Con aquellos mimbres, difícilmente podría León representar la unidad española.