En el Círculo de Bellas Artes de Madrid, y hasta el 19 de enero, Eduardo Momeñe presenta la muestra Las fotografías de Burton Norton. En un ambicioso y sutil proyecto de naturaleza interdisciplinar, el comisario de la exposición rescata las fotografías que realizara Burton durante su viaje por Europa, acompañándolas de los textos en los que su amigo W.G. Jones reconstruyó ese grand tour iniciático, y de una composición del material en video y audio. Eduardo Momeñe ha aceptado responder a tres preguntas para Teinteresa.
P. Cómo y cuándo descubrió los trabajos de Burton Norton?
R. Según el relato, W.G. Jones visitó a Alfred Tennyson en su casa en la isla de Wight. Su visita coincidió con una invitación a tomar té que les hizo Julia Margaret Cameron, vecina y amiga de Tennyson. En esa velada, se encontraba Burton Norton, quien comentó su intención de fotografiar en el continente.
P. ¿De que manera refleja la fotografía de Burton Norton su propia poética fotográfica? ¿Ha podido hacer fotos de la misma manera, tras su encuentro con él?
R. Las fotografías de Burton Norton se proponen como una «narración fotográfica» construida a base de fragmentos, restos, espacios fotográficos construidos en lugares encontrados. Finalmente es una representación poética de un mundo en prosa.
P. Puede explicarnos algunos detalles de la técnica fotográfica de Norton.
R. Por la época, la técnica podría ser la del «colodión húmedo» un proceso fotográfico revolucionario que permitió a muchos fotógrafos desplazarse con su equipo y fotografiar el mundo.
Comentario
Imagínese el lector que un poeta coetáneo nuestro rescatara (y no será la primera vez ni la última que así ocurre) de una vieja biblioteca, en Rouen o en Praga, los versos completamente perdidos y olvidados de un vate del pasado, desconocido pero genial.
De alguien que en cada una de sus líneas estuviese recopiando, cien o doscientos años por adelantado y literalmente, cada quiebro del alma de su descubridor.
Yo sí me imagino la escena: ya es tarde y hace frío, apenas restan dos horas para que cierren las puertas del edificio y obliguen a los últimos usuarios a abandonar la sala de lectura; qué estrategia no inventaría nuestro héroe para despistar a los ujieres y permanecer allí, con lade su móvil linterna si hiciese falta, y dedicar toda la noche a transcribir esos versos con la emoción de quien ha hallado algo que, letra por letra, podría o incluso debería de haber escrito él mismo. Al tiempo, en medio de su fascinado asombro, el poeta comenzaría a pensar en qué realizar con ese material secreto y luminoso.
¿Podría publicarlo sin más? ¿Debería darlo a algún editor amigo y proponerle una publicación bajo el nombre auténtico? ¿Quién le creería? Cada palabra, cada imagen, cada matiz, le reflejan como un calco. Nuestro personaje por primera vez en años siente un resto de pudor. Los expertos citarían a Borges para recordar que «cada escritor inventa a sus precursores».
Pero él habría hecho algo aún más audaz: hubiera creado todo un personaje y una parte no pequeña de su irreconocible circunstancia. ¿Qué hacer ante un hallazgo así?
Yo supongo que algo parecido le ha ocurrido al fotógrafo Eduardo Momeñe al rastrear el material plástico y literario que ahora nos presenta. De lo que no me cabe duda es de que se trata, por su parte, de una pesquisa eliotiana: acaso la más irrenunciable para un artista, la de intentar saber quién no es uno, la de proyectarse hacia fuera en los demás, en sus imágenes, en los espejos rotos «de las contradicciones aún sin resolver».