La triste habanera comenzaba con un dramático verso, «lenguas infames quisieron mancharte…». Desagarradora, la escribió el joven de Don Benito (Badajoz) Saturio Guzmán a su enamorada, Inés María Calderón Barragán, años después de su muerte, que se produjo durante uno de los crímenes más atroces de la crónica negra española.
Inés María vivía en Don Benito (Badajoz) con su madre, Catalina Barragán, viuda desde hacía años. Tenía un hermano, pero estaba en Sevilla haciendo el servicio militar. Su casa era modesta. Un pequeño zaguán, dos dormitorios y la cocina. Además, tenían una pequeña habitación que alquilaban a un médico oculista, Carlos Suárez, para que pasara su consulta.
Madre e hija se ganaban la vida cosiendo y planchando para las mujeres del pueblo. Eran buenas, y los vecinos las querían. Inés María era dulce y, además, muy guapa. A sus 18 años, levantaba pasiones entre los jóvenes. Pero no era una joven fácil. Levaba meses rechazando a »don Carlos», Carlos García de Paredes, uno de los caciques del pueblo.
Un hombre éste del que todo el pueblo recelaba. A sus 32 años, era soltero, chulo, aficionado a la bebida y las mujeres y déspota. Irritado por las negativas de Inés María, don Carlos había decidido que si no podía ser suya por las buenas, lo sería por las malas. Así que aquella noche del 19 de julio de 1902, junto a su compañero de juergas, Ramón Martín de Castejón, y ayudado por el sereno Pedro Cidoncha, Carlos accede a la vivienda de Catalina e Inés María.
Las paredes llenas de sangre
De la sangría que dentro de la vivienda se produjo dieron fe los restos de sangre que había en las paredes y en los suelos. Un espectáculo dantesco que descubrió a la mañana siguiente la lechera, Pancha, al entrar en la vivienda, extrañada de que nadie le abriera la puerta. Halló el cadáver de Catalina, en el suelo, en medio de un inmenso charco de sangre. Estaba en el zaguán.
Los agentes de la Guardia Civil que acudieron a la casa no tardaron en encontrar el cadáver de la joven Inés María. Estaba en un dormitorio, tendida en el suelo, con la cabeza debajo de la cama. Su camisón, completamente ensangrentado, estaba subido hasta la cintura, y la joven tenía las manos protegiendo sus muslos, en lo que los forenses advirtieron como la típica postura de quien se defiende ante un ataque sexual.
Catalian había sido golpeada repetidas veces en la cabeza. Inés María recibió un total de 21 puñaladas en un festín sangriento que no dejó indiferente a nadie. Y es que el pueblo quedó conmocionado por unos crímenes tan espeluznantes. Dos personas fueron detenidas de inmediato: el médico y Saturio Guzmán. Nada, ni siquiera el »tercer grado» que incluía astillas clavadas en las uñas, les hizo confesar los crímenes.
Un testigo, al mes y medio de los hechos
Pero a los 44 días, el caso dio un giro espectacular. Un joven confesó haber visto, con total claridad ya que aquella noche había luna llena, a Carlos y a Ramón, ayudados por el sereno, acceder al interior de la vivienda. Tal y como publicaba la edición del ABC durante el juicio, este testigo advirtió cómo el sereno llamaba a la puerta de Catalina, pero ésta le dijo: «Es inútil, no abro a nadie».
Pero el sereno la engañó diciéndole que el médico necesitaba su maletín y que le había enviado a buscarlo. En ese momento, Catalina le abrió, y el sereno le pidió un vaso de agua. Aprovechando el momento en que la mujer se dio la vuelta, el sereno hizo una señal a los dos asesinos, que esperaban escondidos, y estos entraron dentro.
Y ABC relata: «La joven Inés, aterrorizada por lo que había oído, se había levantado de la cama, cerrando las puertas de la alcoba con una débil aldabilla. Los salteadores abrieron fácilmente, entablándose una violenta lucha entre la joven, que defendía su honra, y aquellos desalmados, que se entregaron a todo género de violencia, pero la heroica joven, herida y todo, logró desasirse de sus verdugos y refugiarse en otra habitación, metiéndose debajo de una cama. Los dos monstruos la persiguieron y la sacaron de su escondrijo, arrastrándola por los pies e infiriéndola veintiuna heridas, todas ellas en la cabeza, de las que la pobre joven murió«.
El juicio encontró culpables a don Carlos, a Ramón (en el pueblo se decía que de joven había pretendido a Catalina), y al sereno; este último fue condenado a cadena perpetua. Los dos primeros, al garrote vil. Carlos se vino abajo en el momento de enfrentarse a su verdugo, tanto que se cuenta que dejó de controlar sus esfínteres. Ramón, por su parte, murió en el tercer intento; tenía el cuello muy grueso.