Doce años dan para mucho, hasta para olvidar el nombre de tu nieta. Sí, mi abuela no sabe cómo me llamo. No recuerda que se ligó a mi abuelo sacándole la lengua. No se ha enterado que su hijo ha fallecido hace unos días. Diez nietos. Una vida que no se ha terminado, las fotos están ahí, la familia también, pero ella parece que no. Se llama Concha y tiene alzhéimer.
Yo era pequeña, no tenía edad, o no me apetecía tenerla. No quería saber que la mujer a la que adoraba tenía una enfermedad sin cura y degenerativa; que todo iba ir a peor, que su sonrisa se iba a apagar algún día.
Nadie se achantó. No digo que no hubiese lágrimas y que las haya, pero los abrazos y los besos fueron la decisión. Bailar con ella, ponerle sus canciones, hacerla reír. La familia se unió más que nunca, no hay mal que por bien no venga. Las confusiones y despistes eran cada vez más frecuentes, el neurólogo fue claro, solo el cariño podía hacerle bien.
Siento una mezcla de pena y compasión hacia ella, quien desde hace mucho parece un bebé. Su vitalidad y fuerte personalidad hace tiempo que desaparecieron. Nos hemos volcado por amor incondicional, sin esperar ni una mirada porque es lo que se merece, lo que ella siempre ha dado y todos hemos vivido.
Estoy deseando verla. La echo de menos. Siempre se dedicó a nosotros, hasta que el alzhéimer le dijo hasta aquí. Desde el desayuno hasta la cena. Nunca nos faltó de nada a su lado: era incansable.
Le encantaba coser y hacer punto. Cuando fue perdiendo facultades y esa capacidad para ello, empezó a hacer las intenterminables bufandas que instintivamente y de forma mecánica tejía. Estaba activa y entretenida, se sentía útil. Nadie imagina lo que abrigan.
Me gusta hablar del tema y presumir de ella. La vida es un largo camino y ella lo ha recorrido entero, aunque no se acuerde, yo sí. No es una carga sino una bendición, como siempre lo ha sido.